lunes, 15 de noviembre de 2010

El proceso (1)

La historia de El Heraldo de los Dioses (título provisional donde los haya) se remonta a cuando tenía 15 años, más o menos. Por entonces mis inquietudes literarias se centraron en la creación de un Universo, más o menos coherente, donde la trama política fuera el hilo conductor, por encima de la trama aventurera.
El proceso de escritura fue algo accidentado, de hecho aún está por concluir. Pero si hubo un comienzo fue sin duda cuando me puse a escribir una cronología de la Humanidad que me serviría de marco para futuras escrituras. Abarcaba desde que el hombre pisa Marte hasta algún millón de años en el futuro con los momentos más importantes de la Humanidad en ese proceso. En total eran un buen puñado de cuartillas manuscritas que me tuvieron ocupado durante bastantes días. Aún lo conservo y me sorprende de manera agradable, quizá nostálgica, ver que mi imaginación entonces estaba más desbocada que en la actualidad.
De entre aquellas líneas, algunas más entretenidas que otras, apareció una trama que me atrajo y que me llamó a gritos pidiéndome un desarrollo más detenido. Por ello dejé la cronología en un punto crucial y puse mis cinco sentidos en escribir un argumento derivado de esa trama.
En próximos días iré describiendo los sucesivos pasos que he ido dando hasta llegar aquí, a este primer capítulo. Pero no diré nada de la trama, porque ese no es el propósito, sino más bien hablaré del proceso creativo de la novela en sí. Para saber la historia completa tendrás que comprar la novela cuando se publique. Si se publica.
Espero que le interese a alguien.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Capítulo I

Árgolat se paró frente a una tienda y observó el género que ésta podía ofrecerle. Había todo lo que pudiera desearse, desde regalos de bisutería hasta comestibles. El tendero era un hombre preparado para cualquier eventualidad, no podía decepcionar a un cliente pidiese lo que pidiese. Carecer de algo en el momento preciso era perder una venta; servir a tiempo y con esmero podía asegurar un nuevo parroquiano. Algunos comerciantes optaban por esperar al potencial comprador en el interior de la tienda, otros preferían salir a buscarlos y llevarlos dentro bajo presiones de cualquier tipo. Lo importante era vender.

Las tiendas con su colorido y brillo eran lo único que ponía un toque de alegría en la calle. La gente podía pasear ante ellas durante horas, sin comprar nada y aun así tener la sensación de haber detenido el tiempo. Árgolat conocía bien esa sensación. Siempre que podía se lanzaba a contemplar los cientos de escaparates de las tiendas aunque pocas veces se sintiese atraído por alguna mercancía. Era ese placer el que motivaba a la mayor parte de los que allí vivían para vagar entre los comercios.

Nada de lo que le ofrecía esa tienda era de su agrado. Árgolat siguió su camino. La gente iba y venía, se paraba y hablaba de lo mal que les iba el trabajo, de la familia o de cualquier otro asunto intrascendente. No eran conversaciones, solo saludos y despedidas aderezadas con palabras. Poco se fijaban en lo que se decían, preocupados en sus problemas esperaban decir un hasta luego o el adiós para volver a ellos. Oyó a dos hombres hablando de la situación del Universo, quizás en serio. A él no le interesaban ni preocupaban esos problemas, caían demasiado lejos.

No entendía de esas complejas marañas políticas, eran otros los que debían ocuparse de ellos. Si alguna vez se le pedía alguna opinión se limitaba a decir que mientras nadie le molestase a él no podría quejarse de nada. No obstante en su mente como en las de millones tenía estructurado su juicio sobre todo lo que le rodeaba, pero solo lo dejaba aflorar cuando la situación lo requería, circunstancia que muy pocas veces se daba.

Árgolat miró varios escaparates de bebidas. Podía comprar una con alcohol para acabar bien ese día pero pensó que si bebía algo así, acabaría con la cabeza como una bomba a punto de estallar. La mejor forma de finalizarlo sería estando solo, viendo un buen serial en el visor, olvidado de todos y de todo, sin más preocupaciones que la de conciliar el sueño al final de la jornada que le preparase para el día siguiente, otro día como otro cualquiera de los de su vida. Una vida que si se diferenciaba del anterior era por el número del calendario.

Cientos de recuerdos desordenados surgidos de la profundidad de su memoria le salieron al encuentro, unos gratos y otros no tanto. Vio con claridad el rostro inundado de belleza de su madre cuando jugaba con él en su niñez. Volvió a sentir las amargas lágrimas de la despedida cuando su madre les abandonó. Se le presentaron también los rostros de su padre y de su hermano con los que vivió durante unos pocos años, antes de que lo abandonaran a su suerte cuando pudo haberles necesitado más. Había estado muy unido a su hermano y la separación le dolió más por él que por su padre. Recordó cómo jugaban entre ellos a hablar sin hablar, como lo llamaban ellos. Su padre les había dicho que era peligroso porque había quien buscaba a gente con esa habilidad. Por eso se lo tenía prohibido, aunque ellos siempre encontraban la ocasión de jugar. Cuando se fueron no tenía todavía los trece años. Solo y sin nadie que lo cuidara tuvo que ponerse a trabajar. Así hasta ese mismo día y poco podría cambiar en adelante.

El grito le sorprendió y se volvió para ver que la barcaza de un Noble se abalanzaba sobre él a una velocidad vertiginosa. Saltó a un lado evitando ser arrollado. Rodó por el suelo pero se levantó de inmediato para poder lanzarle varios insultos. No sirvieron de nada puesto que ya se alejaba a la misma velocidad con que había llegado, abriendo un brusco camino entre la gente. Hubiese sido muy extraño que le oyese pero los improperios que soltó le sirvieron de desahogo.

Mientras se sacudía la ropa intentando calmarse un tendero se le acercó. La barcaza desapareció en la lejanía cuando dobló hacia una de las calles laterales. El tendero se volvió hacia Árgolat.

—¿Se encuentra bien, amigo? —preguntó—. Si no le aviso no lo cuenta.

—Sí, gracias —le contestó Árgolat mirándose—. Lo que más me duele es que no pueda nacer nada.

—¿Hacer qué? —dijo el tendero encogiéndose de hombros—. Esos Nobles son los Nobles, usted me entiende. Qué piensa, ¿hacerles algo? Ellos son los amos, el Gobierno. No podrías dar un paso en su contra sin que cuatro de sus Guardias se lanzasen sobre ti. Es mejor dejarles como están, podrán ser unos tiranos y tratarnos peor que a ratas pero seguirán siendo los Nobles. Y créame, no me gustaría ser como ellos, ni a nadie. Ellos tienen su casta, están apartados, que siga así.

—Y mientras nos dejamos aplastar —Árgolat se sorprendió oyéndose decir esas palabras.

—Si estamos así —el tendero hizo gestos de negación—, es porque así llevamos toda la vida. De todas formas si quisiéramos cambiarlo no llegaríamos muy lejos en el intento. Ahí tiene a los revolucionarios, siguen luchando por sus ideales que es lo único que les queda. Carecen de apoyo y mucho me temo que vayan a rendirse cualquier día de estos. Ya le digo, los Nobles pueden ser todo lo odiados que quiera pero nunca pasará de ahí. Pregunte a la gente y verá que es cierto, nadie hubiese dado un coriol por defenderle si ese Noble le hubiese atropellado. Así es y así será.

—Pero se puede cambiar…

—Y quién —sonrió el tendero— será el encargado de hacerlo, ¿quizás usted?

—No desde luego —. Árgolat no podía pensar por menos en esa abrumadora responsabilidad—. Pero si alguien de alguna casta, no sé, de los colonos por ejemplo hiciera algo, podía llevarse a cabo ese cambio.

—Se fue demasiado lejos, amigo. Los colonos, ya tienen suficientes problemas para ocuparse de una revolución, y si lo hicieran ¿cree que nos llegaría a nosotros su influencia? Créame: no.

Árgolat miró hacia el sol ya bajo.

—Se les debería parar los pies —dijo—, es todo.

El tendero volvió a encogerse de hombros y se volvió hacia su tienda. En la puerta se detuvo y miro a Árgolat que seguía en el mismo sitio.

—Puede que tenga razón —dijo—, pero qué tal si en la espera viene dentro y me compra algo, tengo…

Árgolat reanudó su marcha pensando en la charla que había mantenido con el tendero. El conformismo era otra característica a añadir a los habitantes de esa ciudad y de todas las que en el Universo no perteneciesen a una casta. Por muy pobre que fuese la gente, por mal que estuviese su vida, nadie movería un dedo para remediarlo. Árgolat envidiaba a las castas en ese aspecto, su organización y su unidad podía impulsarles hacia una empresa sin importarles la dificultad si en ella residía el bien de su comunidad, prevaleciendo este sobre el bien del individuo.

Con paso decidido puso rumbo hacia su apartamento, ya estaba harto de pasear sin objeto por la calle por muy placentero que resultara. No quería pasarse lo que restaba de día pensando en los problemas de la Humanidad. Su pensamiento corrió de nuevo hacia los miembros de su familia preguntándose si vivirían aún, quizá estuviesen en el otro extremo del Universo. Le entristeció saber que no le importaba nada si habían muerto. El tiempo lo borraba todo con su paso rápido e implacable. Si vivía alguno quizá le recordaran. Desechó la idea, era imposible que lo hicieran tras tantos años de incomunicación. Árgolat agitó la cabeza, no comprendía el motivo de esos pensamientos que le llenaban de tristes recuerdos. Procuró pensar en otra cosa.

Sumido en sus pensamientos se acercó a un grupo de gente que rodeaba a un sacerdote subido en unas cajas. Al parecer daba un sermón a los presentes, los cuales atendían sus palabras, bien cabizbajos en actitud contemplativa, o bien con burlas y riéndose de su forma de vestir o de su peinado. Árgolat detuvo sus pasos y escuchó.

—No debéis desesperar pues los Tres Dioses oyen vuestros rezos y su profeta Mohadá-Josás nos vigila y protege —decía el sacerdote.

Árgolat observó a la gente a su alrededor. Había gente de todas las condiciones sociales. Algunas mujeres mayores de enrevesados vestidos, peinados y maquillajes eran las que escuchaban con más devoción, y se les notaba en sus ojos que deseaban de veras que aquellas palabras fueran ciertas. Otros más jóvenes de ropas pulcras y rostros pálidos eran los que no cejaban en su empeño de mofarse del religioso. Además había más que como él pasaban por allí y estaban más por curiosidad que por atender lo que decía.

—Dioses que habitáis el Universo —comenzó a rezar el sacerdote y en segundos se le unieron algunos de los presentes—, que nos vigiláis y protegéis, miráis en nuestras vidas y sois dichosos por estar a nuestro lado iluminando la oscuridad de nuestros días, dejadnos adoraros y proclamar santo vuestro nombre. Permitid que acudamos a vosotros en el futuro por venir y si no tenemos qué comer dadnos alimento, y si no tenemos qué beber dadnos agua. Si causamos mal, perdonadnos porque nosotros perdonaremos. Y si nuestro enemigo cae, no dejéis que lo disfrutemos y si es herido no nos alegremos, pues los Tres Dioses lo verán y nos recompensarán. Sed un escudo para nosotros Aparta de nuestro lado a nuestros enemigos, la enfermedad y el mal. Que su profeta Mohadá-Josás esté con nosotros.

Los que habían acompañado el rezo, juntaron las manos y se las llevaron a la frente y al pecho en señal de respeto a los Dioses y al sacerdote.

—Debéis saber —continuó el sacerdote—, que los Dioses han oído nuestras plegarias y entre nosotros se encuentra el Heraldo de los Dioses, que nos anuncia Su Venida. Estamos en tiempos de prodigio. Abandonad todo pensamiento negativo pues pronto dejará oír su voz y hará que el Universo se levante contra todos los males.

Árgolat iba a continuar su camino cuando notó que alguien se le ponía a su espalda. Al intentar darse la vuelta, sintió que una mano fuerte le agarraba su brazo. Solo pudo vislumbrar que iba vestido de forma correcta pero con una capucha cubriéndole la cabeza. El Sacerdote seguía con sus invocaciones y nadie se había dado cuenta de nada.

—¿Qué quiere? —preguntó, pero no pudo girarse para mirarle.

—No hagas nada. No quiero nada de ti —le susurró al oído—. Solo quiero decirle un par de cosas y me iré. Siga andando hasta esa calle.

La calle que le indicaba no era muy diferente de donde estaban pero estaba menos transitada, y con la aglomeración de gente del sacerdote mirándole, Árgolat estaría a su merced. No le agradó la idea de quedarse solo con ese desconocido pero la fuerza con que le atenazaba el brazo no le dejaba otra opción.

Entraron en la calle y se apartaron hacia la pared de un edificio que permanecía en sombras. Nadie les había visto y donde estaban era difícil que alguien se fijara en ellos.

—Necesito tu ayuda Árgolat.

—¿Sabe quién soy? —le preguntó sorprendido.

—He estado varios meses buscándote. Hace unos días que dí contigo pero no he encontrado la ocasión y ahora no tengo tiempo.

—¿Quién eres?

—¿No te acuerdas ya de tu hermano? —El desconocido se retiró la capucha pero aunque se quedó en las sombras de la calle, Árgolat pudo verle con claridad.

—¿Éldor?

Árgolat retrocedió un paso y se quedó contemplando a su hermano como si se tratara de un fantasma. Había cambiado, por supuesto, pero reconoció sus ojos y su boca.

—No ha sido casualidad ¿no? —continuó diciendo.

—¿Lo de hace un rato? No. Hice que te acordaras de la familia antes de encontrarme contigo. Buenos tiempos aquellos. ¿Recuerdas las bromas que gastábamos a papá?

—¿A qué viene esto, Éldor? —dijo Árgolat desconcertado.

—Me siguen. No puedo contarte gran cosa. Quizás estén aquí ahora mismo —y miró a su alrededor esperando que apareciese alguien—. Necesito que me cambies la ropa, quizás así pueda despistarlos. Debes confiar en mí.

Éldor se rió con fuerza y Árgolat le miró aún más extrañado.

—¿Esperas que lo haga?

—Es mi vida lo que está en juego —miró hacia el sacerdote—, y quizás algo más. Solo te pido los pantalones y la chaqueta.

—Debo estar loco —dijo Árgolat y comenzó a quitarse la ropa.

Sin salir del anonimato que les proporcionaba ese rincón, se cambiaron la ropa.

—¿Me has influido para acceder?

—Solo un empujón —le reconoció Éldor.

—¿Vas a decirme a qué viene esto?

Éldor se arregló la ropa para adaptarla a su cuerpo. Era un poco más ancho y fuerte que Árgolat pero aun así le venía bien. A Árgolat la de su hermano le quedaba un poco más amplia. Se apretó un poco más el cinturón para ceñírselo a la cintura.

—Es un buen cinturón —le dijo Éldor—. Cuídalo. Ahora me tengo que ir.

—¿Así? ¿No me vas a explicar nada?

—En cuanto pueda me pondré en contacto contigo. Adiós.

Éldor se encogió dentro de la chaqueta de Árgolat para aparentar ser más pequeño de lo que era y salió de la protección de las sombras hacia la calle y hacia la multitud que aún rodeaba al sacerdote.

—Llámalo si quieres —le dijo Éldor y Árgolat confuso le siguió la mirada hacia el cinturón. Cuando levantó la vista para preguntarle que quería decir con aquella estupidez, Éldor había desaparecido.

Miró por todas partes y no podía ser que se hubiese ido corriendo, porque la gente se habría apartado o habrían hecho algún movimiento al menos. El sacerdote seguía con el sermón presagiando mejores tiempos venideros.

—Pero habremos de sufrir y luchar por lo que es nuestro —decía a la multitud—. Y si esos Nobles nos cortan el paso habrán de apartarse, porque los Tres Dioses vendrán a nosotros y nadie se lo impedirá.