miércoles, 12 de septiembre de 2018

Novela acabada

Por fin está acabada. Después de muchos años y mucho pensar, al fin está acabada. Tal y como la diseñé hace más de treinta años.
Ahora queda la peor parte que es la publicación.
Me he planteado publicarla en amazon, o bien enviarla a alguna editorial. La pregunta a responder para saber a quién enviarla es ¿quiero ganar dinero con esto? La respuesta está clara. Con esto no se gana dinero y la mayor difusión se consigue con una buena distribución que solo una editorial implantada puede conseguir.
Amazon está bien en mi opinión, si eres un escritor ya implantado, porque todos los beneficios son para tí. Pero si eres nuevo, solo te van a comprar los conocidos y poco más, a no ser que detrás tengas una fabulosa campaña de marketing, para la que carezco de medios y tiempo.
Ya iré contando.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Capítulo V

Ródanat 121D-B243-2-4PY

Árgolat nunca había visto un nivelante tan de cerca. Los Basarem eran la rama militar de los nivelantes por lo que aquellos que le habían capturado no eran verdaderos nivelantes. Había vistos a varios sobre barcazas y en la lejanía pero aquél estaba a un metro de distancia de él. Era algo nuevo.

El nivelante llevaba una serie de mantos muy parecidos a los de los Basarem de baja graduación pero colocados de forma característica distinguiéndole de aquellos. Además de las franjas rojas a los costados llevaba en el pecho una composición geométrica que a Árgolat le pareció de una extraña belleza. Según tenía entendido esas figuras representaban aparte de la graduación el historial completo de su portador por lo que podía considerarse como un pequeño resumen de sus hazañas y méritos dentro de la casta. A juzgar por su tamaño, Árgolat pensó que el nivelante había tenido una vida muy activa.

El nivelante le tendió la mano y Árgolat se la estrechó con una reservada cordialidad.

—Soy Amilai Mataret —dijo—, Consejero del Supremo Nivelante. Me agrada tenerle entre nosotros, le estábamos esperando. Sabrá perdonarnos la sobriedad con la que le trataremos y si nos mostramos algo severos será solo debido a su posible falta de colaboración que esperamos no se produzca.

Árgolat hizo un gesto dando a entender la extrañeza que sentía al estar pidiéndole perdón por el mal trato que podría recibir.

El nivelante Mataret se volvió hacia el Deat-ar Pedayat que esperaba paciente a la izquierda de Árgolat sin perderse detalle de las reacciones de ambos individuos, Árgolat y Mataret, al conocerse. Mataret se centró en Pedayat cuando éste requirió su atención,

—Tal como sugirió —dijo el nivelante recalcando la ultima palabra —ha sido enviado a la casta Militar un informe detallado de lo ocurrido incluyendo las correspondientes condolencias por las bajas y el aviso de que los prisioneros serán liberados de inmediato. No sabemos cómo lo habrán recibido pero desde aquí sospechamos que creen que nos jactamos de los resultados. No obstante le reconozco que actuó con corrección en ese aspecto. En cuanto a los resultados de la misión el Supremo Nivelante se muestra optimista y le resultan aceptables. Para mí no ha sido satisfactoria. No se ha encontrado el Amuleto que era el verdadero objetivo. Esperaremos los resultados de los especialistas para poder hacer una valoración más objetiva. Cuando guste puede regresar para supervisar la labor de los especialistas pero manténgase en contacto, volveremos a llamarle cuando el Supremo acabe con el señor Nebuzardán, a no ser que encuentre algo que pueda sernos útil y quiera comunicárnoslo de inmediato.

—Bien señor.

—Al Supremo Nivelante le ha gustado la forma en que ha llevado a cabo esta misión. Le ha seguido en todos sus movimientos. Le felicita y desea que vuelva a informarle en persona en cuanto acaben la inspección.

—Gracias señor.

El Basar esbozó una sonrisa que borró de inmediato para volver a la inexpresividad propia de todo subordinado ante su superior.

—Puede retirarse.

El nivelante Mataret no le dirigió ningún saludo y se volvió hacia Árgolat. Pedayat a la vez que inclinaba la cabeza dio un taconazo. Con paso rápido se separó de los otros dos para desaparecer por la puerta dimensional por la que habían entrado hacía unos minutos.

Árgolat le contempló a medida que desaparecía. Se fijó entonces que aquella puerta era más pequeña que la que les trajo, pero resultaba ínfima comparada con el tamaño de la sala donde estaban. Era hexagonal y allí dentro habrían cabido varios edificios de apartamentos como en los que vivía. El techo abovedado se perdía en lo alto a unos veinte pisos de altura.. De cada vértice del hexágono partía un pasillo de diez metros de ancho pero un poco más bajos. Acababan a un centenar de metros de distancia abriéndose a otras salas al parecer iguales a la que pisaban. El tamaño le hizo estremecerse. Todo estaba construido para producir esa sensación de inferioridad. Incluso los murales y las esculturas que cubrían los seis lados del hexágono eran de medidas exageradas. Los muros eran sillares de granito de una altura de dos hombres y el suelo de mármol blanco tenía losas del mismo tamaño que su apartamento. Pese a todo, poseía en lo monumental cierto atractivo sobrio y exótico.

El Consejero había permanecido silencioso mientras Árgolat recorría con los ojos las maravillas del Palacio del Supremo Nivelante que él se conocía tan bien. Cuando creyó que Árgolat había terminado habló.

—Surasadai Avim, el Supremo Nivelante nos aguarda —. Le hizo una señal para que empezaran a andar—. No se le consentirá una falta de respeto ante el Supremo Avim. Llámelo simplemente señor, sin más formalismos. Conteste a tantas preguntas como crea conveniente, no va a ser un interrogatorio sino más bien una charla informal. No obstante tenga en mente el viejo dicho: la verdad es el camino más recto. Puede negarse a contestar pero si lo hace muy a menudo acabará con su paciencia, cosa que no le conviene en absoluto.

Árgolat atendía las advertencias mientras seguía al nivelante un paso atrás a su derecha en su lento avanzar por uno de los pasillos Miraba entretanto a todas partes con distraída atención hasta que se fijó que en uno de los pasillos laterales había unos amplios ventanales que iban desde el suelo hasta el techo, medio ocultos por unos cortinajes recogidos en parte a ambos lados. Lo que le sorprendió fue la luz del sol de mediodía que lo iluminaba, puesto que para él debía ser ya de noche.

—Es normal —le dijo el nivelante Mataret cuando le vio paralizado mirando hacia los ventanales—, lo llamamos el choque del viaje. Solo ocurre cuando hay traslado de un planeta a otro o al desembarcar de una nave en una zona de un planeta de distinto horario al de la nave, aunque en este caso es menos impactante. Como comprenderá es muy difícil que coincida la hora local del punto partida de la puerta dimensional con la del punto destino. Sería mucha coincidencia que ambos tuviesen la misma posición relativa hacia su sol, con lo que el cambio ni se notaría. Podría darse si se eligiese adrede pero es más probable lo contrario. En su caso usted salió de su planeta al anochecer mientras que aquí es mediodía y eso le ha desorientado. No debe preocuparse. Le costará un par de días acostumbrarse a este horario. Sufrirá los trastornos del sueño y la comida. La mejor forma de adaptarse es hacer lo más pronto posible el horario local. Cuanto antes haga el cambio menos durarán los trastornos.

Mataret indicó a Árgolat que continuara andando y se olvidara de ese asunto. Árgolat echó un último vistazo a los ventanales. Había comprendido el significado real del viaje simultáneo entre dos puertas dimensionales. Toda su vida había vivido con ellas aunque las utilizara muy pocas veces. Recordó que lo había hecho cuando la empresa donde trabajaba le enviaba a otros planetas, pero nunca había observado cambios tan bruscos de tiempo. Quizá fuese porque elegían el momento del día propicio para que no se notase.

Se preguntó entonces en qué planeta podía estar. El Basar Pedayat le dijo que le llevaría a Ródanat o por lo menos le había oído nombrar ese planeta. No tenía muchos conocimientos geográficos pero como mucha gente sabía, en Ródanat vivía el Supremo Nivelante y era la capital de la zona nivelante. Ni siquiera sabía si se encontraba en su mismo universo ya que esa información no era pública.

Avanzaron por pasillos interminables y cruzaron gigantescas salas hasta que Árgolat quedó desorientado por completo. No vio rastro alguno de sol que le situase respecto a su situación inicial dentro del palacio. Habían andado más de tres kilómetros de pasillos cuando entraron en uno de unos treinta metros que acababa en una puerta de hierro que cubría la totalidad del muro. Era de doble batiente y cada hoja estaba custodiada por un Basar.

Los Basarem vestían igual que los que le trajeron allí pero los trajes eran más vistosos, desentonaban con el estilo sobrio de todo el Palacio y de la puerta que custodiaban. Iban armados con un fusil corto enfundado en la pernera derecha con la empuñadura a la altura de la mano. Su brazo derecho descansaba apoyando el pulgar en una correa preparada para ello. El izquierdo estaba oculto bajo los pliegues de los mantos.

Árgolat y su acompañante estaban a unos cinco metros de la puerta cuando los Basarem saltaron de su posición para ir junto a él. Empuñaban un cuchillo curvo en su derecha y apoyaron su filo en su garganta, uno a cada lado. Se detuvo temiendo que el más leve suspiro le rebanase el cuello. Los Basarem le miraban fijamente atentos a cualquier gesto suyo.

—Basta —dijo el nivelante Mataret—, yo le vigilo.

No había ningún sentimiento reflejado en su voz por lo que Árgolat supuso que los Basarem actuaban así siempre que veían a algún extraño, esperando después la fórmula habitual de un nivelante que les liberase de su posición. Si hubiese ido solo, Árgolat no dudaba de que le hubieran abierto las venas.

Los Basarem retrocedieron hacia la puerta guardando los cuchillos en una funda oculta por debajo de la correa de apoyo. Árgolat observó que esa correa mantenía la mano empuñando el cuchillo mientras descansaban. Los nivelantes Basar abrieron la puerta hacia el interior, empujando cada uno una batiente, obedeciendo un gesto de Mataret. Las puertas pesarían toneladas pero los Basarem no hicieron un gran esfuerzo al abrirlas.

Árgolat vio lo que encerraban aquellas puertas a medida que se abrían. La habitación era tan solo unos metros más alta que los pasillos pero la pared de enfrente estaba a doscientos metros y las laterales se separaban entre sí cien metros. No había ni un solo mueble ni objeto decorativo excepto en la pared de enfrente. Ocupando gran parte del muro había un cuadro de trescientos metros cuadrados de superficie. Representaba un hombre sentado a una mesa en actitud reflexiva. Vestía las ropas nivelantes y una capucha le cubría la cabeza hasta la frente. Estaba rodeado de una oscuridad apenas iluminada por una vela central situada sobre la mesa y a la que parecía mirar. Tendía una mano hacia la vela por encima de la mesa mientras la izquierda caía a un costado con el índice señalando a un suelo apenas visible. El rostro reflejaba cierta tensión al reflexionar y una rara tristeza velaba la viveza de sus ojos.

El Consejero invitó a Árgolat a adelantarse. Obedeció y ambos caminaron hacia la distante pintura con paso lento. No había llegado a la mitad de la sala cuando se detuvo al comprobar que su acompañante no estaba a su lado. Le buscó pero no se le veía. Se preguntó cómo podía haber desaparecido con tanta prontitud en aquella vasta sala. Desamparado se fijó en las paredes laterales intentando descubrir una figura humana entre los bloques de granito de las paredes. No vio a nadie.

Un sonido a su espalda le sacó de sus dudas. Cuando miró, un hombre se le acercaba pausadamente. Era canoso, de unos sesenta años y vestía al modo nivelante un traje donde los rojos eran más abundantes que en cualquier otro que Árgolat había visto. Aquello significaba que el hombre que se le acercaba era el Supremo Nivelante Surasadai Avim.

Árgolat observó que la forma de llevar la ropa, sus pliegues, era exacta a la del retrato solo que llevaba la capucha echada sobre la espalda. Miró al cuadro instintivamente para hacer comparaciones.

—Es Nibján Adayo —dijo el nivelante— fue el mayor Supremo Nivelante que ha conocido la casta. Puede decirse que gracias a él somos lo que somos ahora. O lo que aparentamos, como decía él. Se lo debemos todo. Espero ser la décima parte de lo que fuel. Sería bastante.

Árgolat contempló el cuadro una vez más.

—Sinceramente —dijo el Supremo cambiando bruscamente de tema—, no le esperábamos a usted. Era su hermano quién debería estar aquí.

Árgolat le miró sorprendido pero no dijo nada.

—Si está aquí, es porque tiene algo que buscamos.

—Es la tercera vez que me lo dicen hoy pero le aseguro que no tengo ni idea de lo que están hablando.

—¿No sabe lo que es?

—No.

—Varios agentes nuestros —dijo el Supremo frunciendo el ceño—, les han estado siguiendo pero no hemos intervenido hasta que los militares han hecho su movimiento. Podríamos haberlo hecho mucho antes pero no estábamos seguros de que lo tuviese. Los militares al ir por usted nos han forzado a hacerlo.

—¿Y qué les hace suponer que yo tengo eso que buscan?

—Quizá un encuentro fortuito con su hermano. La situación se ha precipitado cuando le perdimos la pista a su hermano y poco después a usted durante varios minutos, hace unas horas.

—Hace veinte años que no veo a mi hermano —dijo Árgolat—. ¿Por qué no le cogen a él y se lo piden?—. Cuando acabó de hablar apoyó la mano derecha en el cinturón.

—Cuando sepamos donde está —dijo el Nivelante—lo traeremos.

—¿Y por qué no lo cogieron antes?

—No podíamos arriesgarnos. No sabíamos si lo llevaba encima.

—Pero suponen que me lo ha dado a mí.

—Los militares no actúan a la ligera —se giró bruscamente para mirarle—. Recuerda qué ha hecho hace unas horas, ¿verdad?

—Sí, daba un paseo. Lo único especial fue un sermón que estuve escuchando de un sacerdote.

—Ahí fue cuando le perdimos. Es muy bueno su hermano —reflexionó el nivelante—. Le hemos seguido durante muchos meses, y como nosotros, también agentes de otras castas. Siempre encontró la forma de esquivarnos.

El Supremo Nivelante miró hacia el cuadro de Nibján Adayo y a Árgolat sucesivamente con un gesto de hastío. Alzó la mirada hacia los sillares del techo y lanzó un ligero suspiro de abatimiento. Volvió a encararse con Árgolat, esta vez lanzándole una mirada llena de rabia contenida.

—Lo siento pero no puedo ayudarle —le dijo Árgolat sin parpadear siquiera ante la feroz mirada del nivelante.

La tensión desapareció cuando el Supremo se encogió de hombros. Miró a una pared e hizo una señal a una pequeña mancha oscura destacada contra el fondo de granito. La mancha se movió y Árgolat vio que se trataba de un Basar. Fijándose más vio que no era el único Basar que había allí.

El nivelante Basar se cuadró delante del Supremo esperando sus órdenes.

—Llévele a los sótanos —dijo Surasadai Avim. Se volvió hacia Árgolat y le dijo—: Le doy un día para reflexionar. Mañana, dentro de veinticuatro horas, me dirá si se decide a colaborar con nosotros, espero que para entonces haya concluido que es lo mejor puede hacer.

El Basar con una señal le indicó a Árgolat el camino a seguir. Los dos fueron hacia la gran puerta, Árgolat un paso por delante del Basar y éste con su mano apoyada siempre en la correa, dispuesto a desenvainar el cuchillo de doble filo nivelante. Antes de llegar a la puerta esta se abrió dejando entrar al Basar Pedayat y al Consejero Mataret.

El Supremo Nivelante vio como se acercaban los recién llegados mientras que Árgolat y su guía desaparecían tras las puertas. Pedayat y Mataret saludaron al Supremo Avim cuando llegaron hasta él.

—¿Y bien? —dijo el Supremo.

—Los especialistas no lo han encontrado —informó Pedayat—. No obstante se ha comprobado que la ropa que llevaba Árgolat antes de que perdiéramos su rastro no es la misma que llevaba en su apartamento. De hecho no la encontramos.

—¿Y? —inquirió el Supremo con impaciencia.

—Es posible que la ropa que llevaba se la cambiase a su hermano por la que lleva ahora. Creemos que en la ropa puede estar camuflado el Amuleto. Árgolat ni siquiera tendría que saber que lo lleva.

Al Supremo Nivelante se le iluminó la cara cuando oyó la noticia. Su mano derecha se cerró en un puño en señal de triunfo.

—Por lo que es posible que no nos esté mintiendo, al menos en lo que al Amuleto se refiere. ¿El encuentro con su hermano está verificado?

—No, señor. Pero el hecho de que se encontrasen en la misma ciudad en el mismo momento en que les perdemos es prueba más que suficiente.

— ¿Quiere que lo traiga ahora de nuevo? —dijo el Consejero Mataret.

—No —Avim alzó la mano sonriente—. No, si es cierto que lleva el Amuleto encima y no lo sabe, no corremos ningún peligro. No obstante, póngale bajo vigilancia de un destacamento completo. Quiero que encuentren a Éldor cuanto antes. Cabe la posibilidad que no sea más que otra maniobra suya para despistarnos, y el Amuleto ahora se encuentre en otro universo.

El Consejero Mataret levantó una mano y sacó un comunicador de debajo de la manga. Dando la espalda al Supremo Nivelante y al Deat Basar Pedayat, comenzó a dar instrucciones que aunque enérgicas no sonaron más que como susurros.

—Señor —intervino el Basar—, no sé si lo habrá notado, pero Árgolat es... diferente.

—Qué quiere decir.

—No sé explicarlo, pero en su forma de hablar y de moverse, hay algo. Es instintivo, señor, pero creo que es más de lo que parece. Señor, antes era un personaje anodino, nada que ver con lo que ahora deja entrever.

—¿Insinúa que el Amuleto le ha cambiado?

—No sé qué pensar señor, puede que le sea innata esa capacidad y no lo hayamos visto con claridad hasta hoy.

—Señor —dijo el Consejero que había vuelto a la conversación—, si lo que dice Pedayat es cierto debemos redoblar nuestros esfuerzos. No sabemos de lo que es capaz, ni tampoco el poder del Amuleto.

—No nos precipitemos —tranquilizó el Supremo—, nos estamos dejando llevar por la excitación del momento. Dejemos las cosas por ahora como estaban previstas, pero dé aviso a sus hombres que no le pierdan de vista ni un momento.

—Pero señor —dijo Mataret—, existe la amenaza de los espías de los marginados. Si se enteran de que Árgolat esta aquí, con el Amuleto, no tardarán mucho en actuar.

—Mataret —rugió el Supremo—fuiste tú mismo quien me dijiste que habíamos acabado con esa red de espionaje. ¿Quieres decirme ahora que no ha sido así?

—Se lo dije, señor, y así fue. Los espías de los marginados fueron exterminados por completo, pero en las dos órdenes inferiores y a nivel de Academia. Aun así, no podemos asegurar que acabamos con ellos. Las dos órdenes superiores a pesar de haber sido investigadas no están libres de sospecha. Quizá se nos hayan escapado los de dudoso origen, no podemos tenerlos vigilados a todos.

—Malditos marginados —gritó el Supremo Nivelante— ¿por qué esa pandilla de gentuza que se hace llamar casta viene a espiarnos? Prefiero mil espías de los militares o de los Nobles a uno solo de los marginados, por lo menos esos saltan a la vista. Esta gente se oculta como diablos y son imposibles de capturar. ¿Qué buscarán aquí?

El Basar que había escuchado en silencio intervino.

—Con su permiso, señor —dijo—. Déme una sola orden y efectuaré una criba a todos los niveles que nos libre de esos espías.

—No —sacudió el Supremo la cabeza, negando—, no. No se puede actuar de esa forma tan impulsiva, y visible —recalcó la palabra—. Aparte de que los pondríamos en fuga de inmediato. Nuestra situación política es muy precaria y hay varios Nivelantes de primer orden que darían su brazo derecho con tal de vernos infringir alguna norma. El Consejo no respaldaría una acción de este tipo. No es descabellado pensar que entre ellos también haya un espía. Me temo que debemos ser pacientes. Tarde o temprano saldrán a la luz y les estaremos esperando.

—Bien señor —dijo el Basar— ¿Cuáles son sus órdenes?

lunes, 21 de febrero de 2011

El proceso (2)

Aunque la Cronología me ocupó unas treinta cuartillas, la trama de El Heraldo de los Dioses apenas si era una, pero cuando desarrollé el argumento que se desprendió de ella, no pude parar hasta las cuarenta cuartillas de letra menuda y apiñada enclaustrada en una cuadrícula que entonces se me antojó como inspiradora.
Recuerdo en especial que finalizando su escritura, un domingo por la tarde me quedé sin hojas, y tuve que ir a ver a mi primo para pedirle que me prestase algunas, pero como "tenían" que ser de un cuaderno de anillas y de una determinada pauta para que cuadrase con el resto (maniático que era y es uno), tuve que aguantarme hasta el día siguiente para comprar un cuaderno en la papelería.
Salvado ese problema, en pocos días estuvo finalizado lo que para mí era la próxima obra maestra de la literatura, no sólo en el campo de la ciencia ficción y la fantasía, sino de La Literatura. Así, con mayúscula.
Ahora tocaba releer lo escrito y empezar a discernir la paja del grano, y viceversa.

Capítulo IV

Salás 141E-N231-3-2J6

En el Templo solo había diez fieles. Estaban arrodillados en las esteras situadas más al fondo por lo que toda la parte delantera, cercana al altar, estaba vacía. Las lámparas que colgaban de los arcos de las bóvedas iluminaban las zonas donde la luz de los ventanales en lo alto no llegaba. Los pilares, alineados a ambos lados, daban pálidas sombras a unas paredes grises desprovistas de cualquier ornamento.

La ceremonia transcurrió con lentitud y la voz del Sumo Pontífice languideció acompañada por los ecos que producían los altavoces en la gran nave central. Levantó las manos invocando una oración a los Tres Dioses mientras a su lado dos Sacros Mayores le sostenían los Libros Sagrados que iba leyendo.

Los fieles se marcharon tras escuchar las palabras de despedida que daban por finalizado el Santo Ritual. El Sumo Pontífice les siguió con la mirada hasta que cerraron las puertas tras ellos con un estruendo que resonó durante unos segundos entre aquellas columnas y paredes. Con paso resignado se dirigió hacia la parte de atrás del altar donde se encontraba la sacristía.

Los Sacros Mayores le acompañaron y una vez allí le ayudaron a desvestirse retirándole los amplios y lujosos mantos que le cubrían, para doblarlos con la debida ceremonia y guardarlos en los armarios adecuados. Bajo sus ropas llevaba una ligera túnica de algodón de color verde con adornos bordados rojos y dorados, ceñida con un cinturón también verde. Tras cubrirse la cabeza con un bonete del mismo color que había recogido de un cajón del escritorio ayudó a su vez a los Sacros Mayores a cambiarse para ponerse ropajes más cómodos.

—¿Va a seguir oficiando todos los días, Santidad?

—Marcabat —le contestó el Sumo Pontífice—, el Rito para los fieles es una tradición de siglos. No podemos limitarnos a hacer los Santos Ritos para nuestros Sacros porque no haya los suficientes feligreses.

—Por supuesto, Santidad.

—Nuestros Sacros han comenzado su labor apostólica por todo el Universo difundiendo la palabra de Mohadá-Josás. La tradición nos demuestra que es más fuerte la palabra de los Tres Dioses que la carne. Si nosotros flaqueamos, ¿qué favor les estamos haciendo a esos nuevos apóstoles?

Los tres salieron por la puerta de la sacristía hacia un pasillo que rodeaba el Templo siguiendo su contorno. El suelo de mármol estaba muy desgastado en el centro y hacía muchos años que había perdido su brillo inicial. Las uniones de las losas estaban redondeadas y dejaban ver parte del cemento de unión. Las paredes de granito carecían de ventanas y la iluminación repartida a intervalos regulares producía sombras que danzaban según avanzaban.

—El Heraldo de los Dioses es otro de los motivos que tenemos para incrementar nuestros esfuerzos en predicar —añadió el Sumo Pontífice—. Es una oportunidad que se nos ha brindado y como tal la debemos aprovechar.

—¿Cómo podemos usarlo en nuestro beneficio —preguntó Marcabat—, si ni siquiera sabemos si es real?

—Precisamente. Que exista o no, no debe importarnos. Su presencia se deja sentir en muchos planetas y está empezando a influir en mucha gente. Creo que somos nosotros, nuestros apóstoles, los que debemos estar ahí para encauzar esos sentimientos.

—La respuesta de los fieles —intervino el Sacro Mayor que aún no había hablado— es positiva, aunque aquí aún no lo veamos. Estamos recibiendo noticias desde muchos planetas donde la gente quiere saber sobre el Heraldo y lo que representa.

—Les estamos mintiendo —señaló Marcabat.

—No mentimos —dijo el Sumo Pontífice—. Los Tres Dioses siempre han estado con nosotros. Su venida es constante y llega a nuestro interior cada vez que oficiamos el Santo Ritual. La llegada de este Heraldo nos certifica que sigue sucediendo día a día.

—Pero no puede proceder de los Dioses. Nosotros lo sabríamos.

—Los Tres Dioses actúan de formas extrañas y se nos manifiestan de diversas maneras. No podemos pretender entender todo lo que hacen.

—Si existe y al final demuestra ser falso, puede perjudicar a toda la casta, Santidad.

—Marcabat —le dijo el Sumo Pontífice mientras entraban a uno de los edificios de viviendas—, acompáñame a mi oficina. Tú también Odime. Quiero mostraros algo.

Tras subir unas escaleras, anduvieron por pasillos de madera tallada hasta entrar en la oficina pontificia, situada en el piso superior del Templo. Era de techos bajos y estrecha pero su longitud lo compensaba con creces. Al fondo había un escritorio y tras él un gran ventanal desde donde se veía la ciudad donde se encontraban y un pequeño parque situado justo a sus pies, a la entrada del Templo, era la única zona verde que se veía hasta donde alcanzaba la vista.

El Sumo Pontífice corrió una cortina evitando que entrase el sol del atardecer y dejando la sala en penumbra, invitándoles a sentarse en unos cómodos sillones de piel ya envejecida por los años.

—Quiero que veáis una cosa. Es una grabación de esta mañana. No digáis nada hasta que acabe porque podéis perderos algo de lo que dice.

Ambos Sacros Mayores intrigados prestaron atención a la imagen que salió del proyector situado sobre la mesa de la oficina.

Aquella imagen, que tras fluctuar unos instantes se estabilizó, quedaba muy lejos de lo que esperaban ver ambos. Era la imagen de medio cuerpo de una mujer. Unas finas arrugas le surcaban el rostro de piel morena, pero sus ojos de un marrón profundo decían que era más joven de lo que aparentaba. Tenía el pelo largo, pero la parte derecha lo llevaba recogido por una trenza que colgaba hasta su hombro izquierdo y el resto caía suelto hacia la espalda excepto por un mechón que le cubría en parte el ojo izquierdo. De la oreja derecha pendía un gran aro dorado mientras la opuesta quedaba oculta por el pelo moreno y lacio. Vestía una chaqueta marrón sobre una camisa gris claro, ambas gastadas por el uso. Eran de origen militar pero sobre las hombreras y alrededor del cuello llevaba tiras de cuero, auténticas a la vista, y rabos peludos, negros y blancos, de pequeños animales. Sin embargo no llevaba ninguna insignia reconocible.

La mujer miró hacia un lado y después hacia abajo. Movió los ojos como si estuviese leyendo lo que tenía que decir y por fin alzó la vista. Los ojos le brillaban reflejando alguna luz intensa que tendría delante pero ni una vez parpadeó por su causa. Parecía mirar a los ojos de los Sacros Mayores.

—Santidad —dijo desde un altavoz situado en alguna parte de la mesa—, mi nombre es Siaga Mizahab y soy lugarteniente del Jefe de los Mercenarios. Él no ha podido enviarle el presente informe, como hubiese deseado hacer, por encontrarse realizando una misión que le tiene por completo acaparado. Espero hacerlo tan bien como pudiera hacerlo él.

Marcabat se removió en su asiento, pero la mercenaria ausente de lo que pudiera pasar en aquella sala continuó hablando, deteniéndose solo de vez en cuando para tomar aliento. Bajó los ojos unos segundos y continuó como si estuviese recitando un texto.

—Hace unas dos horas ha concluido la reunión a la que nos convocó el Emperador con carácter de urgencia. No es la primera vez que usa nuestros servicios, aunque sí con tanta urgencia.

“Por lo que sabemos, el Emperador ha tenido una reunión con sus Nobles Imperiales poco antes de que yo llegase, y al parecer, no ha acabado muy bien y hay rumores de que algo muy grave ha salido de allí.

“El Emperador entró con cara de preocupación y habló antes con su Chambelán. No pude oír la conversación que mantuvieron pero sentí la tensión que soportaba el Emperador.

"—Usted debe ser Siaga Mizahab—me dijo al fin, contesté que sí y continuó diciendo—: Quiero que a partir de este momento investiguen cuanta información puedan recabar acerca de algo llamado Amuleto de los Dioses. También quiero que me traigan a un tal Éldor Nebuzardán. Según mis fuentes está en Cándalo. Tengan cuidado porque está custodiado por gente muy peligrosa. Hagan lo que les pido y serán recompensados más que generosamente.

"Como usted sabrá Santidad, nuestros servicios no son baratos —Marcabat miró al otro Sacro Mayor y al Sumo Pontífice pero éstos seguían mirando la grabación sin inmutarse—, y el precio que le di fue especialmente caro. Además de la tarifa en efectivo le pedí como condición para cumplir su petición que liberase a unos mercenarios que mantienen encarcelados en uno de sus planetas prisión, Adelea. Aun así el Emperador aceptó y dijo entonces que en un plazo de tres días recibiríamos un comunicado donde se nos especificaría lo referente a su liberación. Con eso dio por terminada la reunión.

"La orden me cogió de sorpresa pues esperaba algún encargo más. También me hubiese gustado preguntar algo sobre la reunión con los Nobles pero el Chambelán me acompañó a la salida. Mientras salía del Palacio, pude ver a varios Comandantes Militares. Desconozco qué hacían allí y si ya se habían entrevistado con el Emperador, pero se les veía bastante alterados e inquietos. Aunque intenté sonsacar al Chambelán, no pude sacarle nada.

"Si nos atenemos a lo que vi, el Emperador y los Nobles parecen no estar muy al tanto de lo que ocurre con el Amuleto. Otras castas, militares y nivelantes, por ejemplo, saben más sobre el tema, Santidad. Ese desconocimiento es el que les ha llevado a contratarnos. Es posible que no supieran de su existencia hasta hace poco o quizá el Emperador se ha enterado por los Nobles en esa reunión. O bien han estado esperando hasta hoy para entrar en acción. Me parece poco probable esta última opción ya que nos habrían llamado antes o ni siquiera nos habrían llamado.

"En cuanto a lo que se refiere al Amuleto, todo indica que lo tiene Éldor. No obstante nos han llegado ciertas informaciones que apuntan a que ha entrado un nuevo peón en el juego: Árgolat, el hermano de Éldor. No sabemos con seguridad si el Amuleto ha pasado a sus manos. Tendremos que investigarlo.

"Para acabar el informe le formulamos unas preguntas sin cuyas respuestas no podemos continuar. Usted, Santidad, es nuestro primer cliente y tiene prioridad, por así decirlo, por lo que debemos saber si le parece bien que trabajemos para el Emperador. Tampoco es que necesitemos su aprobación, Santidad, pero creemos que es mejor contar con ella. Por último, en vista de lo que rodea a todo el asunto del Amuleto ¿no sería preferible que actuásemos y tratásemos de conseguir el Amuleto para usted?

"Esperamos su respuesta. Gracias por haberme escuchado.

La imagen flotante de la mercenaria vibró, empezó a distorsionarse haciendo indefinible su contorno, hasta que con un zumbido seco y breve desapareció. La sala continuó en penumbra durante unos instantes hasta que el Sumo Pontífice abrió las cortinas para dejar pasar la luz de nuevo.

Marcabat continuó mirando el vacío que había dejado la imagen unos segundos, con las cejas alzadas y la boca entreabierta.

—Santidad —dijo al fin—, ¿qué significa lo que acabamos de ver? ¿Ha actuado a espaldas del Concilio Mayor?

—Es lo que veis —dijo el Sumo Pontífice clavando su mirada desafiante en Marcabat—. Debemos estar informados de lo que atañe al Heraldo de los Dioses si queremos movernos en el universo actual.

—¿De que forma?

—Por ahora escuchando y observando, más tarde, ¿quién sabe? Los mercenarios son los oídos y ojos que necesitamos. Nuestro apostolado no puede detenerse a investigar lo que ocurre en ciertos ámbitos. Tienen su sagrada tarea y no deben desviarse de ella. Los mercenarios nos hacen ese trabajo por una cantidad moderada.

—¿Moderada? Ese hombre dijo que le pagáis mucho más de lo que le había ofrecido el Emperador por los mismos servicios, Santidad.

—No —El Sumo Pontífice hizo como si no hubiese oído el giro grosero de su título pronunciado por el Sacro Mayor. —Pensad que ese dinero servirá para que algún día los Tres Dioses Inmortales habiten una vez más entre nosotros como lo hicieron antaño, cuando el Universo giraba en torno a ellos.

—Advierto ambición —dijo Marcabat—en vuestras palabras.

—Sí, ambición. Pero qué ambición —dijo mirando a los ojos de Marcabat—, imagina el fin último de esa ambición. Imagina el Templo repleto. Imagina todos nuestros templos, en más planetas de los que puedas imaginar, repletos.

Marcabat no satisfecho por las respuestas de su superior agitó la cabeza.

—Veo que lo tenéis todo decidido —dijo.

—No he sabido de la importancia real de ese Amuleto hasta que no he recibido las noticias de que otras castas están intentando hacerse con él. Por eso es fundamental la información de los marginados.

—No veo a dónde quiere llegar, Santidad —sonrió Marcabat.

—Debemos poseer ese Amuleto —dijo Odime que había permanecido callado escuchando a ambos—. Si queremos recuperar nuestro puesto en el Universo debemos hacernos con ese Amuleto.

—Ese informe es de hace unas horas —dijo el Sumo Pontífice asintiendo—. Quizá mañana recibiré otro. Habéis oído que al menos las castas militares y nivelantes van detrás de él. Ellos han visto en el Amuleto una fuente de poder sobre las personas, una forma de controlarlos. Proceda de los Dioses o no, su poder reside en la forma que tiene de penetrar en las mentes de la gente. Les da esperanzas en un Universo que les ha abandonado.

—Insisto: no sabemos de dónde procede —dijo Marcabat—, y ni siquiera sabemos qué es.

—Los mercenarios me informan sobre todo de dónde se encuentra en cada momento pero nunca han visto nada que pueda asegurar la autenticidad del Amuleto.

—¿Qué espera, un milagro? —preguntó Marcabat.

—Podría ser. —El Sumo Pontífice miró al techo de su oficina con un gesto que Marcabat hubiese definido como esperanzado—. No obstante si no tenemos la certeza de que venga de los Dioses no debemos actuar como si lo fuera. Los mercenarios —continuó— llevan informándome desde hace siete meses, desde que celebramos el Concilio Sagrado. Fue cuando me enteré de su importancia. Creo que actué bien ante los ojos de los Dioses. Si he decidido poneros al corriente de mis investigaciones ha sido porque a partir de ahora debemos permanecer unidos y hacer un frente común en el Concilio. Yo no puedo hacerlo solo, podría haber convencido a muchos Sacros Menores pero otros muchos preferirían escuchar a los Mayores. Necesito de vosotros para cumplir el Tercer Mandamiento.

Los sacros se miraron nerviosos. Por primera vez su Santidad el Sumo Pontífice Siba Guesur reconocía que su puesto se debía a los Sacros Mayores. Ellos eran los que gobernaban el devenir de su casta. El Sumo Pontífice era una cabeza, pero sabían que una cabeza sin cuerpo es como una mesa sin patas: no puede sostenerse sola.

—¿Por qué no nos habló de ello? —dijo Marcabat señalando al vacío dejado por la imagen—, ¿por qué no lo hizo antes?

—Porque entonces no me habríais permitido tal acción. Ahora el Heraldo ha sido lo que todos necesitábamos como aliciente.

—¿Cree que ahora dejaremos que continúe, Santidad?

—Sí —y la tajante afirmación sorprendió a Marcabat dejándole sin habla. Los sacros permanecieron en silencio unos momentos—. No podemos retroceder ahora —continuó el Sumo Pontífice—. La labor apostólica debe llegar a todos los rincones. Las vocaciones deben crecer de nuevo tras años de sequía. Nuestras obras en el Universo deben empezar a ser valoradas. De ahí a volver a dónde estábamos hace unos siglos solo hay un paso.

La puerta de la oficina se abrió y un sacro vistiendo una camisa ligera y unos pantalones sueltos asomó la cabeza solicitando permiso para entrar. No llevaba ninguna clase de adorno y solo en sus sandalias se distinguía el brillo de un objeto metálico. Cerró la puerta a su espalda y se acercó al Sumo Pontífice dando grandes pasos nerviosos. Juntó las palmas de las manos y se las llevó a la frente.

—Santidad, ¿podría hablar con usted a solas?

El Sumo Pontífice levantó una mano.

—Habla libremente —dijo.

—Santidad, hemos recibido una transmisión desde una órbita cercana solicitando una audiencia con su Santidad.

—¿Habéis detectado de dónde procede?

—Hemos rastreado la señal hasta su origen Santidad y hemos encontrado una nave orbitando en torno al planeta. No pertenece a ningún diseño conocido, ni nivelante, ni militar, ni colonial, y es al menos cien veces más grande que cualquiera de sus naves. No puedo decirle el tiempo que llevan ahí, Santidad, pero por su tamaño deberíamos haberla detectado antes. Es más, creemos que es imposible que haya entrado por la puerta orbital.

— ¿Sabéis quién puede ser?

—No señor —respondió el sacro—, pero uno de los controladores sugirió un nombre.

—¿Cuál?

—Vigilantes, Santidad.

lunes, 14 de febrero de 2011

Capítulo III

El edificio donde Árgolat tenía su apartamento era igual a las restantes decenas de aquella zona, quedaba cerca de la calle principal aunque era un piso para gente de pocos recursos. El alquiler de su apartamento le costaba algo menos de la mitad de su sueldo pero podía considerarse afortunado. Lo había conseguido gracias a un arreglo del propietario con la fábrica donde trabajaba. No sabía los términos de ese acuerdo, pero si le servía para vivir en un lugar decente no haría nada por enterarse. En esos edificios vivían gentes de varios estratos económicos. Por debajo de su posición había familias que se unían a otras y alquilaban pequeños apartamentos pagados a medias, y en el otro extremo gente adinerada ocupaba plantas enteras, aunque éstos eran los menos. Árgolat se encontraba entre los que podían vivir allí sin muchas dificultades.

Llegó al portal. El vestíbulo era muy amplio y de él partían cuatro pasillos que llevaban a las escaleras que ascendían hasta la azotea. No tenía ascensores a pesar de los diez pisos ya que los que allí habitaban no podían permitirse tal lujo. Árgolat conocía edificios cercanos que sí los tenían pero eran de los adinerados. Por otra parte a nadie parecía importarle que allí no lo hubiese.

Entre los dos pasillos del centro, frente a la puerta de entrada, se encontraban las habitaciones de la encargada del edificio, una buena mujer algo vieja que a Árgolat le caía simpática. Ella procuraba mantener al menos el vestíbulo limpio si no podía limpiar el edificio entero. Le advirtió cierto día que no le beneficiaba trabajar tanto a su edad, menos cuando tu trabajo no era agradecido. Ella le contestó que el mejor agradecimiento era poder ver por la mañana a algún mendigo tendido en el suelo del vestíbulo, esos sí reconocían su valor. Árgolat no volvió a mencionarle más ese tema.

La encargada barría cuando Árgolat pasó, intercambiaron un breve saludo pues Árgolat no tenía gana para más y se encaminó hacia el pasillo de la izquierda de los dos del centro. Este corría unos quince metros en línea recta con puertas a ambos lados terminando al final a la izquierda donde empezaban las escaleras.

Árgolat con grandes zancadas se plantó en la puerta de su apartamento en el cuarto piso en menos de medio minuto. Allí sacó una llave de uno de sus bolsillos, abrió la puerta y entró en el apartamento. Cerrada ya la puerta, se quitó la chaqueta de su hermano dejándola sobre una silla, sentándose enfrente en la que quedaba. Durante unos segundos estuvo mirándola pensando qué le había pasado y qué significaban las palabras de su hermano.

Se levantó de la silla y paseó por el apartamento sin saber muy bien qué hacer. Apoyó una mano en el cinturón pero cuando se percató de su postura la apartó como si le hubiese dado un calambre.

Árgolat, meneando la cabeza, pensó que un poco de agua fría le haría olvidar. La ducha se encontraba en un nicho más grande frente a la cocina, en la pared derecha del apartamento. Era del tamaño adecuado para un hombre robusto por lo que a Árgolat le sobraba algo de espacio debido a su complexión delgada. Tenía agua caliente y fría pero casi siempre la caliente estaba agotada ya en las primeras horas de la mañana por los vecinos más madrugadores.

El apartamento tenía pocos muebles: un armario con cama plegable, un escritorio que le servía de mesa de comedor, las dos sillas y el indispensable visor de entretenimiento. Una ventana de reducidas dimensiones frente a la puerta complementaba a la lámpara que colgaba del techo en la tarea de iluminar. La vista era la de un muro a menos de un metro, una de las paredes del estrecho pero largo patio.

Árgolat abrió el grifo de la ducha y comprobó que no había caliente pero le daba igual pues prefería la fría. Sacó una toalla del armario y la dejó sobre el respaldo de una silla cerca de la ducha. Sin más preparativos se desvistió y se introdujo bajo su lluvia particular. El impacto del agua fría tardó unos segundos en desaparecer pero cuando pasaron Árgolat se sintió revitalizar.

Dos minutos llevaba bajo la ducha cuando la puerta tembló por el llamado de un puño golpeando al otro lado. Árgolat maldijo al dueño de ese puño por molestarle en esos momentos. Se dijo que no se podía ser más inoportuno.

Árgolat liándose la toalla en torno a la cintura preguntó por el llamador pero éste se negó a responder, sí en cambio golpeó la puerta con renovadas fuerzas. Árgolat tras cerrar el grifo se acercó a la puerta preguntándose quién podía ser a esas horas de la tarde.

Con cierta reserva entornó la puerta para ver por una rendija al que llamaba. Éste fue más rápido que Árgolat. Tan pronto vio abrirse la puerta, dio un fuerte empujón, Árgolat sorprendido por el golpe retrocedió perdiendo el equilibrio y hubiese caído de no ser por el propio intruso que tras entrar le agarró del brazo izquierdo alzándolo.

El desconocido lo empujó hasta la pared más cercana donde inmovilizó a Árgolat con su propio cuerpo aplastándole contra la pared, con su brazo izquierdo aprisionándole el cuello y sobre todo, con un fusil corto que empuñaba en la derecha y que le apuntaba al entrecejo. Árgolat no pudo articular palabra por la presión en el cuello pero no hacía falta preguntar para saber que algo no iba bien.

El intruso llevaba el uniforme entre gris y marrón de los soldados militares. Árgolat se preguntó la relación que podía haber entre él y los militares. Confió en que esa no fuera su forma de reclutar. El soldado no iba solo pues tras él entraron otro soldado y un oficial del que desconocía la graduación. El último cerró la puerta. El oficial Militar deambuló por la habitación con las manos en la espalda y con la vista fijada en el suelo en aparente reflexión.

—No me andaré con rodeos —dijo al fin—, sabemos que posee algo de gran valor para nosotros. Creo que será muy beneficioso para ambos que me lo dé. Usted no podrá sacarle ningún beneficio económico ni de ninguna otra clase. Niéguese y lo único que obtendrá serán perjuicios. Dénoslo y nadie perderá la paciencia.

Árgolat con los ojos desorbitados y la boca abierta intentaba respirar un aire que no le llegaba. Intentó decir algo pero solo consiguió subir el tono del rojo de su cara.

—Déjele —dijo el oficial—, pero no aparte su arma.

Árgolat libre de toda presión respiró con ansia doblando su cuerpo hacia delante. Estuvo en esa posición unos instantes intentando recuperar el aliento. A un gesto del oficial el soldado le alzó. Árgolat respirando con esfuerzo observó al que lo inmovilizara antes y comprobó que nada podría hacer ante semejante montaña de músculos.

— ¿Y bien? —preguntó el oficial Militar.

—No sé de qué me está hablando —sentenció Árgolat.

—Me decepciona usted, señor Nebuzardán. Le había creído más inteligente. Si no lo recuerda pidiéndoselo con amabilidad quizá debamos utilizar métodos más drásticos y directos.

A un ligero movimiento de cabeza del oficial el robusto soldado agarró por la barbilla a Árgolat y puso en su boca el cañón del fusil. Árgolat forcejeó para apartar de sí el arma pero los brazos del soldado no cedieron ni un milímetro.

—Como puede ver nada nos va a detener... Aunque esparzamos sus sesos por la habitación nadie le salvará. Si no colabora, adiós.

Árgolat dijo algo pero el fusil le impidió ser legible. El soldado regresó a su postura de espera con el fusil apoyado en la muñeca del brazo izquierdo, pero sin dejar de apuntarle. Sabía que era un error pero debía ganar tiempo para averiguar de qué iba aquello.

—Si yo poseyera eso que es de tanto valor para ustedes, qué les hace suponer que yo iba a dárselo sin sacar nada a cambio —dijo sabiendo que no había vía de escape posible. Aun así continuó—. Las cosas no me van muy bien desde hace tiempo y un dinero extra no me vendría mal.

—Veo que podemos entendernos —dijo el oficial—. Ya ha dado el primer paso, reconocer que lo tiene. ¿Cuánto pide por ello?

—No sé —dijo Árgolat—, depende de lo que usted esté dispuesto a darme en un principio.

—Bien, bien, visión comercial tiene —. El capitán se dirigió hacia una silla pero se detuvo al oír un ruido procedente del exterior del apartamento—. ¿Qué es eso?

La explosión que siguió desconcertó a los militares impidiéndoles actuar. Las astillas de la puerta se clavaron como puñales en los cuerpos de los soldados, pero Árgolat, protegido por el cuerpo del más fornido no sufrió ni un arañazo. El humo cegó a todos por igual y la confusión se adueñó del apartamento durante unos largos segundos. Cuando empezó a clarear dos figuras se destacaron en el marco de la puerta. Los militares intentaron defenderse pero los recién llegados tenían las armas prestas a disparar. Los tres militares cayeron bajo el fuego de dos fusiles cortos envolventes. Árgolat temiendo ser alcanzado se deslizó hasta el suelo desde donde pudo ver los cadáveres acribillados a disparos.

Los dos que habían disparado se apostaron a ambos lados de la puerta con sus capas ondeando por el movimiento. Árgolat distinguió entre las últimas volutas de humo que iban vestidos de uniforme rojo sobre negro, los colores de los nivelantes. Llevaban un fusil corto semejante a los de los militares en la mano derecha y otro largo colgado a la espalda. Sus rostros se ocultaban tras una máscara de la que salían unos cables que iban a parar a un aparato en la cintura y a la espalda. Sus ojos quedaban ocultos por unos cristales ahumados que desprendían resplandores rojizos.

Cuando el humo desapareció por completo, otro hombre entró en la habitación a través de la derruida puerta convertida ahora en un montón negruzco de madera. Vestía los mismos colores, rojo sobre negro, pero en un uniforme más sencillo, sin los mantos que cubrían a los otros dos y a diferencia de éstos no llevaba máscara. Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en Árgolat que se reincorporaba despacio, sujetando con una mano la toalla que aún rodeaba su cintura. Se puso frente a Árgolat y por su porte creyó que debía ser el jefe de esos Nivelantes. La mirada fría del nivelante se clavó en Árgolat que no se acobardó.

—Se nos adelantaron —dijo el nivelante con una sonrisa sarcástica señalando a los cadáveres—, pero me pregunto si no habremos llegado en el momento preciso, señor Nebuzardán.

Árgolat le miró con dureza pero persistió en su sonrisa. En esos momentos le hubiese gustado pedir explicaciones de lo que estaba sucediendo, pero solo se le quedó mirando sin poder articular palabra. Sacudió la cabeza como si intentase despertar de una pesadilla.

El nivelante ignorando la presencia de Árgolat se dio la vuelta hacia la puerta donde permanecían firmes los otros dos. Llamó y otros dos más que habían esperado fuera entraron en el apartamento. Uno de ellos cargaba con un rifle pesado recién disparado.

—Usted —dijo al del rifle—deje aquí su arma. Vaya abajo e informe al Net Basar de la situación. Traiga después una patrulla para retirar los cadáveres. Dese prisa. —El aludido ajustándose los correajes que amarraban la pesada arma a su cuerpo desapareció por la puerta y refiriéndose a su compañero le dijo—: Usted salga al pasillo e impida que gente de otros pisos llegue hasta aquí. Usted puede acompañarle —le dijo al que estaba custodiando la puerta—, vigile los apartamentos de este piso.

Todos obedecieron al momento sus órdenes, y ya, más relajado, se giró hacia Árgolat. Su sonrisa había desaparecido. Árgolat había aprovechado las órdenes que había dado para vestirse y acabó de abrocharse la camisa cuando el nivelante le habló. Se había vuelto a poner los pantalones de su hermano.

—Lo siento —dijo—. Entrar de esta forma no debe ser muy grato, en especial si se trata de la casa de uno. Siento haberme reído de estos pobres, lo único que hacían era cumplir órdenes de sus superiores. Estos hombres sabían a lo que se enfrentaban cuando entraron en la casta Militar, nosotros también lo sabemos y podríamos haber sido nosotros los muertos si se hubiesen alterado unos pocos factores.

—¿Por qué han hecho esto? —Consiguió decir al fin—. Ni siquiera estoy seguro de saber quiénes son ustedes.

—Me extraña que no nos haya reconocido. Somos nivelantes Basar, nivelantes de combate. Yo soy el Deat Arnón Pedayat. En cuanto a lo que nos ha traído aquí ni yo mismo estoy seguro de lo que buscamos, pero para eso contamos con su colaboración.

—¿Mía?

—Mis superiores me han dado unas órdenes muy específicas sobre lo que debo hacer, pero... —el nivelante pareció dudar un momento—. Lo que queremos es el Amuleto de los Dioses. No debe ser gran cosa pero es muy importante. Sin duda ellos —señaló a los militares caídos—, venían a buscar lo mismo. ¿Lo tiene?

—¿Amuleto? —Árgolat estaba más que contrariado— ¿Un amuleto? Nunca he tenido amuletos. ¿Buscan un amuleto?

—Creo—dijo el nivelante mientras curioseaba por la habitación—, que es una forma de llamarlo, pero no es un amuleto en el sentido estricto de la palabra. No sé cómo podría decírselo. Digamos que es algo muy valioso. Usted debe saber lo que es puesto que lo tiene.

—No lo tengo.

—Pero sí sabe lo que es.

—No, tampoco.

El nivelante le miró irritado.

—Está haciéndonos perder el tiempo —dijo—. Será mejor que nos diga dónde está, podemos ser más persuasivos que ellos —señaló de nuevo a los militares—, si nos lo proponemos. Esa actitud no le favorece en nada.

Árgolat permaneció silencioso. Seis nivelantes Basar entraron en el apartamento entre ellos el que llevaba el rifle. Retiraron los cuerpos llevándoselos pasillo abajo. El nivelante Pedayat los siguió con la vista y cuando desaparecieron los últimos le habló al Basar que permanecía junto a la puerta.

—Usted —dijo—, haga un registro formal de la habitación pero no la desordene, facilitará el trabajo a los especialistas. Avíseme si encuentra algo importante—. Con indiferencia se dirigió a Árgolat diciendo—: Es una pena que no tenga libertad de movimientos, mis superiores se han mostrado muy duros a ese respecto. Yo le habría sacado ese Amuleto en dos minutos, pero órdenes son órdenes.

— ¿Qué me van a hacer? —Árgolat con disimulo seguía las evoluciones del nivelante Basar en su registro aunque su mente estaba fijada en Pedayat.

—Me fue ordenado que si no colaboraba le condujese en persona al Supremo Nivelante. Sin duda en estos precisos momentos está aguardando el resultado de esta misión. Yo de usted, colaboraría cuanto antes. La situación puede complicársele mucho más de lo que piensa —hizo una pausa para agregar con mayor impacto—: Créame que no se lo digo como amenaza.

Árgolat intentando mostrarse fuerte no movió un solo músculo que indujese a creer que estaba atemorizado, pero lo estaba, no por lo que el Basar le decía sino por la posibilidad de tener que ser torturado por algo que él ni tenía ni sabía lo que era.

—Pero no sé de qué está hablando —dijo Árgolat—, cómo puedo negarme...

—Señor —. El nivelante que registraba la habitación les interrumpió.

—¿Sí? — le preguntó su superior disgustado por haberles interrumpido.

—Señor —le contestó el Basar—, no hay ningún objeto sospechoso pero bien podría tratarse de un objeto normal camuflado.

El nivelante se quedó pensativo recorriendo con la mirada toda la habitación, hasta acabar en el cinturón de Árgolat. Éste sin reparar en ello apoyó el pulgar de su mano derecha en un lateral del cinturón. Al fin, el nivelante hizo un chasquido con la boca, ladeó la cabeza y miró al Basar que seguía junto a la cocina.

—Quédese aquí —dijo—y no toque nada. Vigile que nadie entre en esta habitación hasta que lleguen los expertos. Tiene mi permiso para utilizar las armas si se le presentan dificultades y no tiene otro recurso. Usted —hizo una seña a Árgolat—acompáñeme.

Árgolat cogió la chaqueta de su hermano del respaldo de la silla donde la dejara y poniéndosela, le siguió fuera del apartamento. Tras recorrer un pequeño tramo de pasillo llegaron a las escaleras. En las que ascendían había un Basar apostado con su fusil corto en la posición de espera, manteniendo a raya a la gente de los pisos superiores. Árgolat vio otro en la continuación del pasillo controlando las puertas de los apartamentos. Pedayat les dijo a ambos que mantuviesen su posición hasta nuevas órdenes. La gente observó la escena y dedos acusadores señalaron a Árgolat que con la cabeza alta devolvía la mirada a cuantos lo hacían.

Descendieron tramo a tramo y en cada nuevo piso Árgolat vio a otros dos nivelantes más conteniendo a los curiosos. Los fusiles estaban preparados para disparar y lo harían si alguien intentase romper el cordón.

Tras el último tramo se encontraron en el pasillo que desembocaba en el vestíbulo. Al pie de las escaleras les esperaba otro Basar pero que al igual que Pedayat no llevaba máscara. Caminó al lado de Pedayat a lo largo de todo el pasillo.

—Señor hemos perdido un hombre —informó—frente a cuatro militares. Hemos capturado tres prisioneros. Me temo que será imposible retenerlos. Va a ser difícil explicar esta misión pero aun lo será más justificar las bajas. Estamos expuestos a un conflicto directo con los militares. Exigirán explicaciones inmediatas. Pedirán que rueden algunas cabezas, entre ellas las nuestras.

—No se preocupe —le tranquilizó Pedayat—, este juego es mucho mayor de lo que parece. Hay intereses que a nosotros se nos escapan, pero si le sirve de algo yo asumiré las responsabilidades de esta misión. Ahora encárguese de comunicar a Ródanat los resultados de la operación sin censuras de ninguna clase, y solicite instrucciones respecto a los prisioneros.

El Net Basar con una leve inclinación de cabeza a modo de saludo avanzó por el pasillo dejando atrás a los dos acompañantes gracias a su larga zancada. Pronto estuvo fuera del edificio. Entretanto Árgolat se fijó en el despliegue de fuerzas Basarem que había en la planta baja, en el vestíbulo. Cada uno de los cuatro pasillos estaba custodiado por dos Basarem y otro mantenía un interrogatorio con la encargada pero por lo que pudo oír solo trataba de distraerla para que no viera lo que ocurría. En la puerta de salida había varios Basarem tanto dentro como fuera.

Cinco barcazas blindadas nivelantes y otras dos de combate militares esperaban en la calle. Árgolat vio como un último cadáver era introducido en una barcaza blindada, mientras que los tres prisioneros se acomodaban en su propia barcaza vigilados por dos Basarem.

Dos pares de nivelantes Basar cercaban la zona impidiendo el paso a los curiosos de la calle que seguían llegando sin cesar. Árgolat no vio ni rastro de las autoridades locales por lo que creyó que aquella misión era más secreta e importante de lo que había parecido.

Por primera vez se permitió pensar qué podía causar tal despliegue de tropas tanto militares como nivelantes y se preguntó si la repentina aparición de su hermano horas antes no tendría alguna relación con ello. Quizás fuese posible que el amuleto que andaban buscando fuese algo que tenía su hermano y creían que lo había dado a él. Pero Éldor no le había dado nada. Nada excepto los pantalones y la chaqueta.

Con cierto disimulo comenzó a tantear los bolsillos de ambas prendas tratando de encontrar algo que pudiese ser aunque fuese de forma lejana un amuleto. Pero todos los bolsillos estaban vacíos.

El nivelante Net-ar volvió a acercarse a Pedayat.

—La puerta —dijo—se abrirá a las veintiuna punto treinta en las coordenadas que han sido programadas en la barcaza tres. No le queda mucho tiempo, señor.

—Gracias —dijo su superior—, mantenga aquí el destacamento en espera de los especialistas. Procure que no se rompa el cerco. No quiero más muertos, pero he dado orden a todos los Basarem que abran fuego si es indispensable. No creo necesario decirle que no sea escrupuloso en este punto. Toda precaución es poca.

El Basar Pedayat despidió al Net Basar. Con un leve gesto se hizo acompañar de Árgolat para montar en la barcaza que tenía un tres pintado en los costados. Árgolat ocupó el asiento del copiloto y Pedayat el del piloto. El nivelante tras hacer unas comprobaciones en la carlinga del vehículo pulsó el contacto de arranque.

La barcaza dio un bote hacia delante y partió. Los curiosos abrieron filas a su paso para cerrarlas de inmediato cuando el aparato hubo pasado. Fue cogiendo velocidad y al cabo de unos segundos los edificios desfilaron a sus costados con rapidez. La barcaza fue ascendiendo hasta sobrevolar a cuatro metros las cabezas sorprendidas de los transeúntes evitando así el inconveniente de tener que apartarlos.

Árgolat maravillado por el viaje tardó en darse cuenta de que el nivelante no tocaba para nada los mandos de la barcaza.

—No se preocupe, la barcaza misma se encarga de llevarnos a las coordenadas que le han sido programadas. Es más seguro viajar así que si tuviese que dirigirla yo.

Árgolat lo aceptó con ciertas reservas.

Tras unos giros de la barcaza en uno y otro sentido, el vehículo empezó a frenar su marcha. Se paró al fin frente a unos edificios en construcción en las afueras de la ciudad. El Deat Basar ajustó unos mandos y por una pantalla empezaron a salir varios datos que leyó con atención. Cuando la pantalla se volvió gris el nivelante levantó la cabeza y miró al exterior buscando algo. Al fin fijó la vsta pero Árgolat no supo en qué. El nivelante le pidió que saliese de la barcaza. Árgolat se percató que el nivelante lo trataba con amabilidad, ni siquiera le ordenaba lo que tenía que hacer pese a lo cual él hacía lo que le indicaba. Tampoco dudaba que si hubiese intentado escapar el Basar le habría disparado con su fusil aunque fuera contra las órdenes de sus superiores.

Pedayat, seguido de Árgolat, anduvo hasta el lugar que le había interesado antes. Árgolat solo vio unos pilares de hormigón que eran el esqueleto de un futuro edificio. Había otros elementos propios de toda construcción pero nada que creyó pudiese interesar al nivelante.

Los rugidos de los motores de la barcaza le sorprendieron cuando ésta, sin piloto, emprendió el vuelo marchándose por donde habían venido. Estuvo tentado de preguntar al nivelante por qué se habían detenido en ese sitio pero se contuvo al recibir la respuesta aunque no de boca del nivelante.

Ante ellos, entre dos columnas de hormigón comenzó a formarse una oscuridad que pretendía rivalizar con el creciente ocaso del sol. En unos segundos la oscuridad se tornó en un negro profundo que hacía parecer gris el uniforme del nivelante. Árgolat por alguna razón inexplicable se sintió aterrado por aquella visión. Algunos pedazos de hormigón de los escombros cercanos saltaban atraídos por la oscuridad incluso desde un metro de distancia. Chocaban contra la superficie negra desapareciendo como si jamás hubiesen existido. En las zonas en que oscuridad y materia se unían ésta chisporroteaba produciendo un leve silbido, desintegrándose. A lo alto, en los tres metros superiores, millones de leves chispas delataban un viento que transportaba partículas de polvo y embellecían la imagen del conjunto.

Árgolat dio unos pasos hacia atrás medio embelesado medio aterrado. El nivelante lo agarró por la muñeca y le atrajo hacia la oscuridad.

—No tiene por qué asustarse —le dijo—, no es más que una puerta dimensional solo que más pequeña que el resto.

—No sabía que hiciesen tan pequeña —dijo Árgolat maravillado.

—Están en prueba —y al verle la cara aún más contraída por el miedo le calmó—. Pero funcionan igual que las grandes, y en teoría son más seguras.

—Me deja más tranquilo —ironizó Árgolat.

El Basar miró la oscuridad de la puerta, respiró con fuerza como si aún no estuviese acostumbrado.

—Entremos —dijo.

El nivelante echó a andar arrastrando del brazo a Árgolat que se resistía a seguirle. Éste vio como el cuerpo del Basar iba fundiéndose en la negrura de la puerta a la vez que quedaba maravillado por una aureola de fugaces descargas que rodeaban al Basar, iluminando la zona de contacto. El cuerpo ya había desaparecido y lo único visible del nivelante era su pie derecho, que acabó por entrar, y el brazo que sujetaba a Árgolat. Su mano contactó con la puerta, no sintió nada pero seguía resistiéndose. Fijó su vista en la negrura y se sintió atraído por ella pero era en un sentido más físico que mental. Cerró los ojos con firmeza como si así fuese a evitarlo y se dejó arrastrar a través de la puerta. Todo su cuerpo se fundió en la espesa oscuridad.

La puerta se fue diluyendo en la nada haciéndose transparente hasta desaparecer por completo. El único indicio que había quedado de la presencia de la puerta dimensional eran unos surcos vacíos tanto en el suelo como en la viga superior y los pilares. De los hombres no quedaba nada, solo silencio.

El sol se ocultó en el horizonte.

Capítulo II

Solania

El Emperador abrió la puerta. Llevaba una camisa dorada amplia que le dejaba las piernas a la vista. Se había remangado y las manos y los antebrazos estaban llenos de sangre. Su cara no reflejaba ningún sentimiento. Ni placer, ni dolor, ni entusiasmo, ni arrepentimiento. Nada en su rostro reflejaba lo que había tras aquella puerta.

Se acercó a una jofaina que había junto a una ventana y se lavó las manos muy despacio, mientras contemplaba el exterior del Palacio Imperial. Hacía un buen día, el cielo estaba azul, había unas pocas nubes, y nada presagiaba que fuese a estropearse. Abajo, en los jardines varios animales domésticos pacían en un mar de hierba roto por algún árbol ocasional de tronco delgado y escaso follaje. Vio pasear a algunos de sus familiares.

Una mujer joven se acercó a ofrecerle una toalla con la que secarse tras lo que se retiró a un rincón de la sala. El Emperador la miró unos instantes pero sin verla. Estaba tan acostumbrado a su presencia como a cualquiera de los muebles de la habitación y ya no le llamaba la atención. Ni tan siquiera su cuerpo cubierto apenas por una túnica larga le hacía reaccionar. La habitación apenas tenía muebles. Un espejo junto a la jofaina, un sillón de piel a su lado, un escritorio frente a la ventana y una estantería llena de libros. Había otra puerta en un lateral y junto a ella su Chambelán con la casulla de color granate propia de su cargo.

—¿Habéis acabado ya? —preguntó el Chambelán que había estado observándole desde que saliera de la habitación.

—Sí —le contestó el Emperador—, podéis dar las gracias a su familia y dadles lo que les corresponda.

—Así se hará, mi Señor.

Dos Soltarem entraron en la habitación, cuadrándose ante la puerta esperando instrucciones. El Emperador les miró con la mirada perdida..

—Qué quieren esos parásitos —preguntó el Emperador indicando con un gesto hacia fuera de la habitación, más allá de los Soltarem.

—Mi Señor —le contestó el Chambelán—, la Nobleza está algo inquieta por las últimas revueltas. Las Casas quieren más poder sobre sus territorios.

—¿Más poder? ¿Qué quieren, comérselos?

El Chambelán no dijo nada más. La ayudante, tras acercarse de nuevo, empezó a vestir al Emperador. Tanto la chaqueta, como los pantalones eran dorados con ligeros toques en blanco. Las botas eran un poco más oscuras pero también doradas.

—No debemos soliviantar a quienes algún día —dijo el Emperador sin ninguna expresividad— puede que nos tengan que limpiar la mierda. Hay que limpiar antes la suya —añadió.

Se ciñó por último una capa corta de color azul marino a los botones de sus hombreras y con un leve gesto de la mano despidió a su ayudante. Los Soltarem abrieron la puerta para que abandonase la habitación.

—Querido Cadenías —le dijo al Chambelán—, esta vida no es buena ni para ti, ni para mí, pero tú al menos tienes quien te quiere y te espera por las noches.

—Vuestro pueblo os quiere, me señor.

—Si por pueblo te refieres a esos bastardos aduladores que no paran de lamerme el culo para que les dé sus concesiones industriales y mineras, entonces te doy la razón. Si hablamos de los que están allí —y señaló hacia un lugar indeterminado más allá de lo que se veía por la ventana—, entonces su amor lo puedes medir por las veces que me han arrojado piedras, palos y otras cosas —recalcó esas dos últimas palabras—. Pero no hagamos esperar a la Nobleza.

El Emperador se dirigió hacia la puerta y los Soltarem apartándose la abrieron. El Chambelán fue tras él tras echar un último vistazo a la puerta de la habitación por donde saliera el Emperador hacía unos minutos.

En el pasillo que tomaron ambos, seguidos de cerca por los Guardias Imperiales, les esperaban cuatro mujeres que entraron en la habitación nada más abandonarla ellos. Llevaban sobre las manos unas telas de colores vivos y jarros pequeños con perfumes y aceites. El Chambelán les dirigió unas palabras antes de continuar andando junto al Emperador.

—¿Dónde está nuestro pequeño cabeza loca? —le preguntó el Emperador.

—Os aguarda en la sala de audiencias, mi señor. No quiere estar cerca de sus habitaciones cuando estáis... entretenido, mi señor.

—La sensibilidad personificada.

Tras recorrer varios pasillos engalanados y decorados con los más bellos tapices y las más lujosas alfombras, con esculturas y pinturas de variados estilos artísticos, llegaron al fin a una puerta de doble batiente de madera envejecida y tallada con bajorrelieves de motivos florales. Junto a ella esperaba un hombre con los hombros cargados y cuya mirada se perdía hacia lo alto, con una expresión en el rostro que hacía pensar que algo en su interior se estaba rompiendo.

—Buenos días —le saludó el Emperador con una cordialidad desmedida—, ¿se encuentra bien hoy? ¿Algún dolor de cabeza? ¿Necesita alguna medicina especial?

—No, mi señor —le respondió—. Los dolores han desaparecido. Los días de descanso me han venido bien.

—Muy bien, Bardec, no queremos que esa cabeza tenga problemas, ¿verdad Cadenías?

El Chambelán asintiendo les indicó a los Soltarem que abrieran las puertas. Mientras las abrían el Emperador se acercó al oído de Bardec.

—Céntrate en Rafá de Sartred —le susurró—. Quiero saber lo que quiere.

—Así lo haré, mi Señor —dijo Bardec inclinando la cabeza.

El Chambelán Cadenías entró primero en la sala de audiencias. Dentro, y a unos tres escalones por debajo esperaban una decena de los Nobles más influyentes del Imperio, cabezas visibles de otras tantas Casas Nobiliarias. Todos mostraron su respeto inclinando las cabezas durante el tiempo que el Emperador tardó en entrar. No había sitio donde sentarse por lo que todos permanecieron en pie, incluido el Emperador que arriba de los escalones podía ver a todos los congregados.

—El Emperador Neftá de Matred —anunció el Chambelán a los presentes.

Los Nobles alzaron sus rostros. El Emperador recorrió con una mirada desafiante a todos los presentes, haciendo inventario mental de los que se habían reunido y convocado aquella audiencia.

—Hablad —dijo el Emperador.

Un noble ataviado en blanco y negro se adelantó un paso hasta quedar por delante de los demás.

—Mi señor —dijo con una amplia sonrisa—, soy Belseqúa de Linearán. Os hemos solicitado audiencia por la situación extrema a la que han llegado nuestros Soltarem en algunos planetas.

—Por favor, explicaos.

—El número de rebeliones ha aumentado en los últimos meses. Ya no se trata solo de insultos y asaltos a los almacenes. Han entrado en algún Palacio, como en el mío propio, y lo han desvalijado por completo. Mis Soltarem hicieron lo que pudieron, pero no consiguieron detenerlos.

—¿Pérdidas humanas?

—Dos Soltarem básicos, mi señor.

—¿En los asaltantes?

—¿Mi señor?

—Cuántas bajas hubo entre los asaltantes Noble Belseqúa —dijo el Emperador sin ninguna entonación.

—Mi señor, no nos paramos a contarlos. Teníamos que defendernos.

—Ya veo.

—Mi señor —intervino otro Noble de edad avanzada—, soy Haderar de Linearán. Aun ahora mismo hay planetas donde se está combatiendo. No queremos hablar de bajas sino del problema.

—¡Ah! Entiendo —le dijo el Emperador—, el problema. ¿Y qué nuevo problema es ese que tenéis ahora y del que no hayamos hablado ya en las últimas veinte audiencias?

Un murmullo se extendió entre los Nobles. Parecía que no les gustaba el tono que estaba utilizando el Emperador. Éste levantó las cejas y miró hacia Rafá de Sartred esperando que interviniera.

—Mi señor —continuó sin embargo Haderar—, es el mismo problema y se va acrecentando con el tiempo, porque no se están poniendo los medios para solucionarlos.

—¿Qué medios propone, Noble Haderar?

—Necesitamos más Soltarem personales.

—Ya se han incrementado tres veces la dotación en el último año, y en las Academias —señaló el Emperador hacia lo alto—, no se crían Soltarem. Hay un descenso en las vocaciones y el reclutamiento se está complicando. Tampoco sé por qué —añadió sarcástico—. Quizás deberíamos tener todos más bastardos.

—El problema —intervino al fin Rafá—, no son los Soltarem, mi señor.

Los demás Nobles se hicieron a un lado mientras Rafá se adelantaba hasta quedar junto al primer escalón. El Emperador le miró con una leve sonrisa.

—Continuad, Noble Rafá.

—El problema son los militares, mi señor. No han parado de replegarse hacia los planetas bajo su control directo y amparándose en la existencia de los Soltarem. El Imperio ya no controla a su poder militar. Las rebeliones son competencia militar, nunca se debería haber dejado a nuestra guardia personal.

—El Emperador —enfatizó éste la palabra—, comanda al poder militar con la misma eficacia desde que lo es. Los militares protegen nuestros territorios de todo tipo de amenazas con una efectividad de sobra demostrada.

—Tras esas rebeliones —continuó Rafá—, se encuentra la casta de los Revolucionarios. Se han detectado presencias revolucionarias en el ochenta por ciento de las rebeliones e incluso hay mercenarios a sueldo suyo entrenando guerrillas en cientos de planetas que escapan a nuestro control.

—El problema no es de los militares, Noble Rafá. ¿Os habéis parado a pensar —y se dirigió al conjunto de la sala—, en qué se está haciendo mal para que existan las rebeliones?

Rafá fue a responderle pero el Emperador lo detuvo con un gesto.

—¿Cuántos están asfixiados con vuestros impuestos, cuántos explotados en vuestras industrias y minas, cuántos pierden toda esperanza? Señores Nobles, hace mucho tiempo que hemos perdido la visión de la realidad y ahora nos llega devuelta con creces.

—Tengáis razón o no —intervino Rafá de nuevo—, no es por ello menos cierto que ya han muerto los suficientes miembros de nuestra casta, sean Nobles, Soltarem o gentes de nuestra sangre como para soportar que los militares sigan de brazos cruzados.

—Pretendéis, pues, que los militares intervengan en nuestro favor y eliminen todo atisbo de rebelión.

—Los militares —argumentó Rafá—deben intervenir en nuestro favor y necesitamos una muestra de su adhesión a nuestra casta. Una demostración que certifique que siguen siendo nuestro brazo ejecutivo y que obedecerán cuanto se les pida, cuando se les pida. Lo cual por otro lado haría que los militares comulgaran con nuestra idea de la paz.

—Interesante ironía —dijo el Emperador—. No es la primera vez que se lucha por la paz con una guerra. Nunca dio buen resultado. ¿Han pensado los Nobles aquí presentes en que el efecto deseado puedes ser justo el contrario?

Otro murmullo creció unos instantes en la sala de audiencias.

—Los militares —continuó el Emperador—, están cada día más desligados de lo que una vez fue la casta Imperial y quieren adquirir una identidad propia. No me gustaría que se me recordarse por ser el responsable de la escisión definitiva.

—La escisión es ya un hecho —dijo Rafá—. Los militares dominan sus territorios y han desplazado todo rastro de presencia nobiliaria.

—¿Y tienen las mismas rebeliones que nuestros planetas?

—El hermetismo con el que se rigen hace difícil saberlo.

—Puedo garantizarle que ni la mitad de lo que sucede en los nuestros.

—Una prueba más de que deben intervenir en nuestra ayuda.

El Emperador escrutó la cara indescifrable de Rafá de Sartred. Sabía que ambos tenían razón. La situación a la que habían llegado tras decenios de decadencia no podía ser otra. Ahora debían pagar las consecuencias.

—Qué pretende la Nobleza —preguntó a Rafá.

—Ya que las rebeliones han sido alentadas por los revolucionarios, queremos que se intervenga militarmente en los principales planetas de la casta y allá donde sepamos que existan campos de entrenamiento para las guerrillas rebeldes.

—De cuántos planetas hablamos.

—No más de cien.

—No más de cien —repitió el Emperador.

La sala quedó en completo silencio mientras el Emperador paseaba sumido en sus pensamientos. Miró hacia su Chambelán, pero éste junto a su guardia personal, estaban al pie de las puertas sumido en sus propias meditaciones.

—Los militares necesitarán movilizar más de diez millones de personas y todo el equipo necesario para una invasión así. El coste de la operación deberá ser sufragado por la Nobleza, el Imperio no se hará cargo de nada.

—Los fondos están disponibles.

—Ya veo —añadió el Emperador—. No parece que les preocupe que se comience una guerra de facto. Las consecuencias pueden ser impredecibles. Otras castas como los nivelantes y los colonos mostrarán su malestar por tal ofensiva. Habrá un recrudecimiento de las hostilidades.

—Los militares nos deben lealtad y deben demostrarla de ese modo.

—Así se hará, entonces. Convocad al Comandante en Jefe de los Militares —se dirigió al Chambelán—, para una reunión urgente. Pero sabed —añadió hacia los Nobles—, que el Emperador no está de acuerdo con esta decisión. Se avecinan tiempos complicados y difíciles para nuestra casta.

De entre los Nobles se alzó otra voz.

—¿Qué hay del Amuleto de los Dioses? —dijo.

—¿Amuleto? —dijo el Emperador mirando a quién había dicho aquello.

—Un poder nuevo ha surgido en el Universo —dijo aquel noble abriéndose paso entre los demás.

—El Noble Sariedec se refiere a lo que los Sacros llaman Heraldo de los Dioses —explicó Rafá dirigiéndose al Noble que se acercaba.

—Hemos sabido —dijo Sariedec, un hombre de aspecto avejentado—que los militares han preparado una serie de acciones encubiertas con objeto de conseguir el llamado Amuleto de los Dioses.

—¿Alguien podría explicar qué es ese Amuleto?

—No se sabe muy bien —dijo Rafá—, pero al parecer los militares creen que es un arma muy poderosa. Los Sacros lo consideran un instrumento de los Dioses para traernos un nuevo ciclo de convivencia y paz, una nueva edad de oro para la humanidad. Lo cierto es que hay mucha gente que lo cree y eso debería bastarnos para pensar qué hacemos al respecto.

—El Amuleto —continuó Sariedec— es la esperanza de millones de personas que creen que los Dioses existen. Su Heraldo vendrá a nosotros y nos traerá una era de bienestar donde los humanos volveremos a ser uno con los Dioses.

—¿Cómo es que no he oído nada antes? —preguntó el Emperador mirando de soslayo al Chambelán, que se encogió de hombros.

—Mi señor —dijo Rafá—, es algo que se ha ido difundiendo en círculos muy reducidos entre el pueblo. Solo nos han llegado rumores muy atenuados sobre ello y desde hace muy poco.

—¿Y qué hay de los militares?

—Al parecer conocen su existencia desde hace mucho tiempo. No hay duda de que es real, si no, no habrían puesto tanto empeño. De hecho hemos sabido que su portador es un hombre corriente, Éldor Nebuzardán, que por lo visto es un simple vagabundo.

—Los militares están a punto de capturarlo —intervino Sariedec— si no lo han hecho ya.

—¿Qué ganan los militares teniendo ese Amuleto?

—No lo sabemos —dijo Rafá.

—Es posible que sea un arma —dijo Sariedec—, pero lo más importante es lo que su posesión puede implicar. Podemos encontrarnos con algo que nos pone en contacto directo con los Dioses, con lo que ello implica. Los creyentes han aumentado desde que se sabe de la existencia de ese Amuleto y los Sacros aún no han sabido reaccionar. Vuestro propio sacerdote, mi señor, está más preocupado en quién llenará su cama esta semana que en cualquier cosa referente al Heraldo.

—Hace tiempo que el Imperio —dijo el Emperador—volvió la espalda a los Dioses. Más o menos desde que los Dioses dieron la espalda al Imperio —añadió con sarcasmo—. Mi sacerdote hace tiempo que dejó de lado sus funciones, cualesquiera que fuesen, para ser otro parásito más del Palacio.

—Nuestro temor, mi señor, es que el pueblo apoye a aquellos que posean ese Amuleto, pues pondrán en él todas sus creencias y sus esperanzas. Quién sabe si no seguirían un estandarte izado por el Amuleto o a quien lo porte.

—Ese Éldor Nebuzardán, ¿podemos anticiparnos y capturarlo?

—Estamos intentando saber su paradero —dijo Rafá—, pero nuestros contactos con los militares más fieles no están siendo fructíferos. De todas formas si los militares aún no han podido capturarlo, es posible que para nosotros sea más complicado aún.

—Aunque me apene que no hayáis confiado en mí para informarme de ese Amuleto, no estoy tan ciego como para no ver que estamos ante una oportunidad única de congraciarnos con nuestras gentes. Si conseguimos el Amuleto y se lo damos, los tendremos bebiendo de nuestra mano.

—No ha entendido el verdadero significado de ese Amuleto, mi señor —dijo Siaredec—. Es más que algo con lo que distraer al pueblo. Es mucho más. Algo poderoso, y que quizá esté por encima de nosotros.

—Por encima del Imperio no hay nada. Si logramos hacernos con el Amuleto lo haremos más poderoso si cabe. Haremos que la gente lo adore y a mí con él. Es lo que necesitamos para restablecer un Imperio fuerte. En cuanto dé la orden de invasión de los planetas de la casta de los revolucionarios, vamos a tener en contra a mucha gente. No me cabe la menor duda de que los colonos harán oír su voz. Entonces sí tendremos problemas. Necesitamos tener algo de nuestro lado que cuente con apoyo popular.

Hizo una pausa para que los nobles asimilaran sus palabras.

—Nuestras Casas necesitan hermanarse —continuó—. Hemos tenido nuestras diferencias pero debemos colaborar para lograr un Imperio firme. Mi herencia como sabéis no está garantizada y no descarto que otra casa ocupe el trono a mi muerte.

—Mi señor, no sé por qué decís eso ahora —dijo Rafá—. La sucesión no es nuestro problema más urgente. Aún sois joven y podéis desposaros. En mi propia familia contáis con tres candidatas. Solo tenéis que elegir.

—Sí, desde luego —y agitando la mano para alejar la idea cambió de tema—. La audiencia ha terminado por hoy. Sabed que se hará el ataque a los revolucionarios y que pondremos nuestro empeño en hacernos con el Amuleto de los Dioses. Marchad y callad lo que aquí se ha hablado bajo pena de muerte por traición.

Con gruñidos de desacuerdo, los Nobles fueron saliendo por las puertas opuestas a las que había usado el Emperador para entrar. Sariedec y Rafá abandonaron la sala hablando entre ellos y bajo la atenta mirada del Emperador. Una vez los vio salir a todos, indicó al Chambelán que hiciera pasar a Bardec. Éste entró con un caminar lento y desconfiado.

—Convoca al Jefe del Poder Militar para dentro de una hora —le dijo al Chambelán en voz baja—. Y tráeme a nuestro mercenario. Me parece que tendremos un trabajo para él.

El Chambelán se apartó del Emperador a la vez que Bardec se acercaba. Susurró unas palabras a un pequeño comunicador que llevaba en su mano izquierda tras lo que se quedó observando junto a la pared..

—¿Cuál es el interés real de Rafá? —le preguntó el Emperador a Bardec, cuando estuvo a su lado.

—Mi señor —le contestó Bardec indeciso—, es sincero.

—¿En qué?

—Todo lo que ha dicho. No hay ninguna intención oculta en sus palabras. El ataque a los revolucionarios se ha gestado entre todas las casas. No hay nadie que haya liderado la petición. Es algo que desean todas porque están preocupados por su propia subsistencia. Están tan preocupados por ello, que minimizan las consecuencias posibles. Solo no ha sido sincero una vez, cuando le ha ofrecido sus tres parientes para matrimonio En su cabeza pensaba más en cómo librarse de esas parientes que en emparentar con el Imperio.

—¿No ambiciona el trono?

—Va más allá. La idea de aparecer como el salvador de la humanidad le atrae más. Es un megalómano.

—Y por tanto peligroso. Al menos si quisiera mi trono, sabría a qué atenerme. ¿Y el Amuleto?

—Está muy interesado en encontrar el Amuleto y está de acuerdo con usted en que es perfecto para solventar los problemas del Imperio si se emplea de modo adecuado.

—¿Ha ocultado alguna información?

—No lo creo.

—¿Qué hay de Éldor Nebuzardán?

—Sabe algo más y puede que, por alguna razón, haya tenido relación con él. Parece que tuvo la posibilidad de hacerse con el Amuleto, o quizá fuese alguien que conoce. Era demasiado impreciso. No pude verlo con claridad.

—¿Dónde se encuentra Éldor?

—Lo han capturado —dijo Bardec con voz temblorosa.

—¿Quién, los militares?

—No —le contestó y se detuvo un instante como buscando entre sus recuerdos. Lágrimas de temor aparecieron en sus ojos—. Hay otros...

—¿Qué otros?

—Otros... como yo. Los mentalistas se lo han llevado —contestó al fin mirándole.

Bardec se arrodilló llevándose las manos a la cabeza. No hacía ningún esfuerzo, pero el sudor empezó a correrle por la frente y el cuello.

—No puedo contactar con ellos. Tienen una barrera impenetrable que les protege. Si insisto —miró con ojos vidriosos al Emperador—, me descubrirán.

—Dime un planeta, Bardec.

Cerró los ojos y se limpió el sudor con una manga. El Emperador se echó hacia atrás impresionado por el esfuerzo del mentalista. El Chambelán observaba la escena desde unos metros impasible.

—Cándalo —dijo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

El proceso (1)

La historia de El Heraldo de los Dioses (título provisional donde los haya) se remonta a cuando tenía 15 años, más o menos. Por entonces mis inquietudes literarias se centraron en la creación de un Universo, más o menos coherente, donde la trama política fuera el hilo conductor, por encima de la trama aventurera.
El proceso de escritura fue algo accidentado, de hecho aún está por concluir. Pero si hubo un comienzo fue sin duda cuando me puse a escribir una cronología de la Humanidad que me serviría de marco para futuras escrituras. Abarcaba desde que el hombre pisa Marte hasta algún millón de años en el futuro con los momentos más importantes de la Humanidad en ese proceso. En total eran un buen puñado de cuartillas manuscritas que me tuvieron ocupado durante bastantes días. Aún lo conservo y me sorprende de manera agradable, quizá nostálgica, ver que mi imaginación entonces estaba más desbocada que en la actualidad.
De entre aquellas líneas, algunas más entretenidas que otras, apareció una trama que me atrajo y que me llamó a gritos pidiéndome un desarrollo más detenido. Por ello dejé la cronología en un punto crucial y puse mis cinco sentidos en escribir un argumento derivado de esa trama.
En próximos días iré describiendo los sucesivos pasos que he ido dando hasta llegar aquí, a este primer capítulo. Pero no diré nada de la trama, porque ese no es el propósito, sino más bien hablaré del proceso creativo de la novela en sí. Para saber la historia completa tendrás que comprar la novela cuando se publique. Si se publica.
Espero que le interese a alguien.