lunes, 14 de febrero de 2011

Capítulo III

El edificio donde Árgolat tenía su apartamento era igual a las restantes decenas de aquella zona, quedaba cerca de la calle principal aunque era un piso para gente de pocos recursos. El alquiler de su apartamento le costaba algo menos de la mitad de su sueldo pero podía considerarse afortunado. Lo había conseguido gracias a un arreglo del propietario con la fábrica donde trabajaba. No sabía los términos de ese acuerdo, pero si le servía para vivir en un lugar decente no haría nada por enterarse. En esos edificios vivían gentes de varios estratos económicos. Por debajo de su posición había familias que se unían a otras y alquilaban pequeños apartamentos pagados a medias, y en el otro extremo gente adinerada ocupaba plantas enteras, aunque éstos eran los menos. Árgolat se encontraba entre los que podían vivir allí sin muchas dificultades.

Llegó al portal. El vestíbulo era muy amplio y de él partían cuatro pasillos que llevaban a las escaleras que ascendían hasta la azotea. No tenía ascensores a pesar de los diez pisos ya que los que allí habitaban no podían permitirse tal lujo. Árgolat conocía edificios cercanos que sí los tenían pero eran de los adinerados. Por otra parte a nadie parecía importarle que allí no lo hubiese.

Entre los dos pasillos del centro, frente a la puerta de entrada, se encontraban las habitaciones de la encargada del edificio, una buena mujer algo vieja que a Árgolat le caía simpática. Ella procuraba mantener al menos el vestíbulo limpio si no podía limpiar el edificio entero. Le advirtió cierto día que no le beneficiaba trabajar tanto a su edad, menos cuando tu trabajo no era agradecido. Ella le contestó que el mejor agradecimiento era poder ver por la mañana a algún mendigo tendido en el suelo del vestíbulo, esos sí reconocían su valor. Árgolat no volvió a mencionarle más ese tema.

La encargada barría cuando Árgolat pasó, intercambiaron un breve saludo pues Árgolat no tenía gana para más y se encaminó hacia el pasillo de la izquierda de los dos del centro. Este corría unos quince metros en línea recta con puertas a ambos lados terminando al final a la izquierda donde empezaban las escaleras.

Árgolat con grandes zancadas se plantó en la puerta de su apartamento en el cuarto piso en menos de medio minuto. Allí sacó una llave de uno de sus bolsillos, abrió la puerta y entró en el apartamento. Cerrada ya la puerta, se quitó la chaqueta de su hermano dejándola sobre una silla, sentándose enfrente en la que quedaba. Durante unos segundos estuvo mirándola pensando qué le había pasado y qué significaban las palabras de su hermano.

Se levantó de la silla y paseó por el apartamento sin saber muy bien qué hacer. Apoyó una mano en el cinturón pero cuando se percató de su postura la apartó como si le hubiese dado un calambre.

Árgolat, meneando la cabeza, pensó que un poco de agua fría le haría olvidar. La ducha se encontraba en un nicho más grande frente a la cocina, en la pared derecha del apartamento. Era del tamaño adecuado para un hombre robusto por lo que a Árgolat le sobraba algo de espacio debido a su complexión delgada. Tenía agua caliente y fría pero casi siempre la caliente estaba agotada ya en las primeras horas de la mañana por los vecinos más madrugadores.

El apartamento tenía pocos muebles: un armario con cama plegable, un escritorio que le servía de mesa de comedor, las dos sillas y el indispensable visor de entretenimiento. Una ventana de reducidas dimensiones frente a la puerta complementaba a la lámpara que colgaba del techo en la tarea de iluminar. La vista era la de un muro a menos de un metro, una de las paredes del estrecho pero largo patio.

Árgolat abrió el grifo de la ducha y comprobó que no había caliente pero le daba igual pues prefería la fría. Sacó una toalla del armario y la dejó sobre el respaldo de una silla cerca de la ducha. Sin más preparativos se desvistió y se introdujo bajo su lluvia particular. El impacto del agua fría tardó unos segundos en desaparecer pero cuando pasaron Árgolat se sintió revitalizar.

Dos minutos llevaba bajo la ducha cuando la puerta tembló por el llamado de un puño golpeando al otro lado. Árgolat maldijo al dueño de ese puño por molestarle en esos momentos. Se dijo que no se podía ser más inoportuno.

Árgolat liándose la toalla en torno a la cintura preguntó por el llamador pero éste se negó a responder, sí en cambio golpeó la puerta con renovadas fuerzas. Árgolat tras cerrar el grifo se acercó a la puerta preguntándose quién podía ser a esas horas de la tarde.

Con cierta reserva entornó la puerta para ver por una rendija al que llamaba. Éste fue más rápido que Árgolat. Tan pronto vio abrirse la puerta, dio un fuerte empujón, Árgolat sorprendido por el golpe retrocedió perdiendo el equilibrio y hubiese caído de no ser por el propio intruso que tras entrar le agarró del brazo izquierdo alzándolo.

El desconocido lo empujó hasta la pared más cercana donde inmovilizó a Árgolat con su propio cuerpo aplastándole contra la pared, con su brazo izquierdo aprisionándole el cuello y sobre todo, con un fusil corto que empuñaba en la derecha y que le apuntaba al entrecejo. Árgolat no pudo articular palabra por la presión en el cuello pero no hacía falta preguntar para saber que algo no iba bien.

El intruso llevaba el uniforme entre gris y marrón de los soldados militares. Árgolat se preguntó la relación que podía haber entre él y los militares. Confió en que esa no fuera su forma de reclutar. El soldado no iba solo pues tras él entraron otro soldado y un oficial del que desconocía la graduación. El último cerró la puerta. El oficial Militar deambuló por la habitación con las manos en la espalda y con la vista fijada en el suelo en aparente reflexión.

—No me andaré con rodeos —dijo al fin—, sabemos que posee algo de gran valor para nosotros. Creo que será muy beneficioso para ambos que me lo dé. Usted no podrá sacarle ningún beneficio económico ni de ninguna otra clase. Niéguese y lo único que obtendrá serán perjuicios. Dénoslo y nadie perderá la paciencia.

Árgolat con los ojos desorbitados y la boca abierta intentaba respirar un aire que no le llegaba. Intentó decir algo pero solo consiguió subir el tono del rojo de su cara.

—Déjele —dijo el oficial—, pero no aparte su arma.

Árgolat libre de toda presión respiró con ansia doblando su cuerpo hacia delante. Estuvo en esa posición unos instantes intentando recuperar el aliento. A un gesto del oficial el soldado le alzó. Árgolat respirando con esfuerzo observó al que lo inmovilizara antes y comprobó que nada podría hacer ante semejante montaña de músculos.

— ¿Y bien? —preguntó el oficial Militar.

—No sé de qué me está hablando —sentenció Árgolat.

—Me decepciona usted, señor Nebuzardán. Le había creído más inteligente. Si no lo recuerda pidiéndoselo con amabilidad quizá debamos utilizar métodos más drásticos y directos.

A un ligero movimiento de cabeza del oficial el robusto soldado agarró por la barbilla a Árgolat y puso en su boca el cañón del fusil. Árgolat forcejeó para apartar de sí el arma pero los brazos del soldado no cedieron ni un milímetro.

—Como puede ver nada nos va a detener... Aunque esparzamos sus sesos por la habitación nadie le salvará. Si no colabora, adiós.

Árgolat dijo algo pero el fusil le impidió ser legible. El soldado regresó a su postura de espera con el fusil apoyado en la muñeca del brazo izquierdo, pero sin dejar de apuntarle. Sabía que era un error pero debía ganar tiempo para averiguar de qué iba aquello.

—Si yo poseyera eso que es de tanto valor para ustedes, qué les hace suponer que yo iba a dárselo sin sacar nada a cambio —dijo sabiendo que no había vía de escape posible. Aun así continuó—. Las cosas no me van muy bien desde hace tiempo y un dinero extra no me vendría mal.

—Veo que podemos entendernos —dijo el oficial—. Ya ha dado el primer paso, reconocer que lo tiene. ¿Cuánto pide por ello?

—No sé —dijo Árgolat—, depende de lo que usted esté dispuesto a darme en un principio.

—Bien, bien, visión comercial tiene —. El capitán se dirigió hacia una silla pero se detuvo al oír un ruido procedente del exterior del apartamento—. ¿Qué es eso?

La explosión que siguió desconcertó a los militares impidiéndoles actuar. Las astillas de la puerta se clavaron como puñales en los cuerpos de los soldados, pero Árgolat, protegido por el cuerpo del más fornido no sufrió ni un arañazo. El humo cegó a todos por igual y la confusión se adueñó del apartamento durante unos largos segundos. Cuando empezó a clarear dos figuras se destacaron en el marco de la puerta. Los militares intentaron defenderse pero los recién llegados tenían las armas prestas a disparar. Los tres militares cayeron bajo el fuego de dos fusiles cortos envolventes. Árgolat temiendo ser alcanzado se deslizó hasta el suelo desde donde pudo ver los cadáveres acribillados a disparos.

Los dos que habían disparado se apostaron a ambos lados de la puerta con sus capas ondeando por el movimiento. Árgolat distinguió entre las últimas volutas de humo que iban vestidos de uniforme rojo sobre negro, los colores de los nivelantes. Llevaban un fusil corto semejante a los de los militares en la mano derecha y otro largo colgado a la espalda. Sus rostros se ocultaban tras una máscara de la que salían unos cables que iban a parar a un aparato en la cintura y a la espalda. Sus ojos quedaban ocultos por unos cristales ahumados que desprendían resplandores rojizos.

Cuando el humo desapareció por completo, otro hombre entró en la habitación a través de la derruida puerta convertida ahora en un montón negruzco de madera. Vestía los mismos colores, rojo sobre negro, pero en un uniforme más sencillo, sin los mantos que cubrían a los otros dos y a diferencia de éstos no llevaba máscara. Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en Árgolat que se reincorporaba despacio, sujetando con una mano la toalla que aún rodeaba su cintura. Se puso frente a Árgolat y por su porte creyó que debía ser el jefe de esos Nivelantes. La mirada fría del nivelante se clavó en Árgolat que no se acobardó.

—Se nos adelantaron —dijo el nivelante con una sonrisa sarcástica señalando a los cadáveres—, pero me pregunto si no habremos llegado en el momento preciso, señor Nebuzardán.

Árgolat le miró con dureza pero persistió en su sonrisa. En esos momentos le hubiese gustado pedir explicaciones de lo que estaba sucediendo, pero solo se le quedó mirando sin poder articular palabra. Sacudió la cabeza como si intentase despertar de una pesadilla.

El nivelante ignorando la presencia de Árgolat se dio la vuelta hacia la puerta donde permanecían firmes los otros dos. Llamó y otros dos más que habían esperado fuera entraron en el apartamento. Uno de ellos cargaba con un rifle pesado recién disparado.

—Usted —dijo al del rifle—deje aquí su arma. Vaya abajo e informe al Net Basar de la situación. Traiga después una patrulla para retirar los cadáveres. Dese prisa. —El aludido ajustándose los correajes que amarraban la pesada arma a su cuerpo desapareció por la puerta y refiriéndose a su compañero le dijo—: Usted salga al pasillo e impida que gente de otros pisos llegue hasta aquí. Usted puede acompañarle —le dijo al que estaba custodiando la puerta—, vigile los apartamentos de este piso.

Todos obedecieron al momento sus órdenes, y ya, más relajado, se giró hacia Árgolat. Su sonrisa había desaparecido. Árgolat había aprovechado las órdenes que había dado para vestirse y acabó de abrocharse la camisa cuando el nivelante le habló. Se había vuelto a poner los pantalones de su hermano.

—Lo siento —dijo—. Entrar de esta forma no debe ser muy grato, en especial si se trata de la casa de uno. Siento haberme reído de estos pobres, lo único que hacían era cumplir órdenes de sus superiores. Estos hombres sabían a lo que se enfrentaban cuando entraron en la casta Militar, nosotros también lo sabemos y podríamos haber sido nosotros los muertos si se hubiesen alterado unos pocos factores.

—¿Por qué han hecho esto? —Consiguió decir al fin—. Ni siquiera estoy seguro de saber quiénes son ustedes.

—Me extraña que no nos haya reconocido. Somos nivelantes Basar, nivelantes de combate. Yo soy el Deat Arnón Pedayat. En cuanto a lo que nos ha traído aquí ni yo mismo estoy seguro de lo que buscamos, pero para eso contamos con su colaboración.

—¿Mía?

—Mis superiores me han dado unas órdenes muy específicas sobre lo que debo hacer, pero... —el nivelante pareció dudar un momento—. Lo que queremos es el Amuleto de los Dioses. No debe ser gran cosa pero es muy importante. Sin duda ellos —señaló a los militares caídos—, venían a buscar lo mismo. ¿Lo tiene?

—¿Amuleto? —Árgolat estaba más que contrariado— ¿Un amuleto? Nunca he tenido amuletos. ¿Buscan un amuleto?

—Creo—dijo el nivelante mientras curioseaba por la habitación—, que es una forma de llamarlo, pero no es un amuleto en el sentido estricto de la palabra. No sé cómo podría decírselo. Digamos que es algo muy valioso. Usted debe saber lo que es puesto que lo tiene.

—No lo tengo.

—Pero sí sabe lo que es.

—No, tampoco.

El nivelante le miró irritado.

—Está haciéndonos perder el tiempo —dijo—. Será mejor que nos diga dónde está, podemos ser más persuasivos que ellos —señaló de nuevo a los militares—, si nos lo proponemos. Esa actitud no le favorece en nada.

Árgolat permaneció silencioso. Seis nivelantes Basar entraron en el apartamento entre ellos el que llevaba el rifle. Retiraron los cuerpos llevándoselos pasillo abajo. El nivelante Pedayat los siguió con la vista y cuando desaparecieron los últimos le habló al Basar que permanecía junto a la puerta.

—Usted —dijo—, haga un registro formal de la habitación pero no la desordene, facilitará el trabajo a los especialistas. Avíseme si encuentra algo importante—. Con indiferencia se dirigió a Árgolat diciendo—: Es una pena que no tenga libertad de movimientos, mis superiores se han mostrado muy duros a ese respecto. Yo le habría sacado ese Amuleto en dos minutos, pero órdenes son órdenes.

— ¿Qué me van a hacer? —Árgolat con disimulo seguía las evoluciones del nivelante Basar en su registro aunque su mente estaba fijada en Pedayat.

—Me fue ordenado que si no colaboraba le condujese en persona al Supremo Nivelante. Sin duda en estos precisos momentos está aguardando el resultado de esta misión. Yo de usted, colaboraría cuanto antes. La situación puede complicársele mucho más de lo que piensa —hizo una pausa para agregar con mayor impacto—: Créame que no se lo digo como amenaza.

Árgolat intentando mostrarse fuerte no movió un solo músculo que indujese a creer que estaba atemorizado, pero lo estaba, no por lo que el Basar le decía sino por la posibilidad de tener que ser torturado por algo que él ni tenía ni sabía lo que era.

—Pero no sé de qué está hablando —dijo Árgolat—, cómo puedo negarme...

—Señor —. El nivelante que registraba la habitación les interrumpió.

—¿Sí? — le preguntó su superior disgustado por haberles interrumpido.

—Señor —le contestó el Basar—, no hay ningún objeto sospechoso pero bien podría tratarse de un objeto normal camuflado.

El nivelante se quedó pensativo recorriendo con la mirada toda la habitación, hasta acabar en el cinturón de Árgolat. Éste sin reparar en ello apoyó el pulgar de su mano derecha en un lateral del cinturón. Al fin, el nivelante hizo un chasquido con la boca, ladeó la cabeza y miró al Basar que seguía junto a la cocina.

—Quédese aquí —dijo—y no toque nada. Vigile que nadie entre en esta habitación hasta que lleguen los expertos. Tiene mi permiso para utilizar las armas si se le presentan dificultades y no tiene otro recurso. Usted —hizo una seña a Árgolat—acompáñeme.

Árgolat cogió la chaqueta de su hermano del respaldo de la silla donde la dejara y poniéndosela, le siguió fuera del apartamento. Tras recorrer un pequeño tramo de pasillo llegaron a las escaleras. En las que ascendían había un Basar apostado con su fusil corto en la posición de espera, manteniendo a raya a la gente de los pisos superiores. Árgolat vio otro en la continuación del pasillo controlando las puertas de los apartamentos. Pedayat les dijo a ambos que mantuviesen su posición hasta nuevas órdenes. La gente observó la escena y dedos acusadores señalaron a Árgolat que con la cabeza alta devolvía la mirada a cuantos lo hacían.

Descendieron tramo a tramo y en cada nuevo piso Árgolat vio a otros dos nivelantes más conteniendo a los curiosos. Los fusiles estaban preparados para disparar y lo harían si alguien intentase romper el cordón.

Tras el último tramo se encontraron en el pasillo que desembocaba en el vestíbulo. Al pie de las escaleras les esperaba otro Basar pero que al igual que Pedayat no llevaba máscara. Caminó al lado de Pedayat a lo largo de todo el pasillo.

—Señor hemos perdido un hombre —informó—frente a cuatro militares. Hemos capturado tres prisioneros. Me temo que será imposible retenerlos. Va a ser difícil explicar esta misión pero aun lo será más justificar las bajas. Estamos expuestos a un conflicto directo con los militares. Exigirán explicaciones inmediatas. Pedirán que rueden algunas cabezas, entre ellas las nuestras.

—No se preocupe —le tranquilizó Pedayat—, este juego es mucho mayor de lo que parece. Hay intereses que a nosotros se nos escapan, pero si le sirve de algo yo asumiré las responsabilidades de esta misión. Ahora encárguese de comunicar a Ródanat los resultados de la operación sin censuras de ninguna clase, y solicite instrucciones respecto a los prisioneros.

El Net Basar con una leve inclinación de cabeza a modo de saludo avanzó por el pasillo dejando atrás a los dos acompañantes gracias a su larga zancada. Pronto estuvo fuera del edificio. Entretanto Árgolat se fijó en el despliegue de fuerzas Basarem que había en la planta baja, en el vestíbulo. Cada uno de los cuatro pasillos estaba custodiado por dos Basarem y otro mantenía un interrogatorio con la encargada pero por lo que pudo oír solo trataba de distraerla para que no viera lo que ocurría. En la puerta de salida había varios Basarem tanto dentro como fuera.

Cinco barcazas blindadas nivelantes y otras dos de combate militares esperaban en la calle. Árgolat vio como un último cadáver era introducido en una barcaza blindada, mientras que los tres prisioneros se acomodaban en su propia barcaza vigilados por dos Basarem.

Dos pares de nivelantes Basar cercaban la zona impidiendo el paso a los curiosos de la calle que seguían llegando sin cesar. Árgolat no vio ni rastro de las autoridades locales por lo que creyó que aquella misión era más secreta e importante de lo que había parecido.

Por primera vez se permitió pensar qué podía causar tal despliegue de tropas tanto militares como nivelantes y se preguntó si la repentina aparición de su hermano horas antes no tendría alguna relación con ello. Quizás fuese posible que el amuleto que andaban buscando fuese algo que tenía su hermano y creían que lo había dado a él. Pero Éldor no le había dado nada. Nada excepto los pantalones y la chaqueta.

Con cierto disimulo comenzó a tantear los bolsillos de ambas prendas tratando de encontrar algo que pudiese ser aunque fuese de forma lejana un amuleto. Pero todos los bolsillos estaban vacíos.

El nivelante Net-ar volvió a acercarse a Pedayat.

—La puerta —dijo—se abrirá a las veintiuna punto treinta en las coordenadas que han sido programadas en la barcaza tres. No le queda mucho tiempo, señor.

—Gracias —dijo su superior—, mantenga aquí el destacamento en espera de los especialistas. Procure que no se rompa el cerco. No quiero más muertos, pero he dado orden a todos los Basarem que abran fuego si es indispensable. No creo necesario decirle que no sea escrupuloso en este punto. Toda precaución es poca.

El Basar Pedayat despidió al Net Basar. Con un leve gesto se hizo acompañar de Árgolat para montar en la barcaza que tenía un tres pintado en los costados. Árgolat ocupó el asiento del copiloto y Pedayat el del piloto. El nivelante tras hacer unas comprobaciones en la carlinga del vehículo pulsó el contacto de arranque.

La barcaza dio un bote hacia delante y partió. Los curiosos abrieron filas a su paso para cerrarlas de inmediato cuando el aparato hubo pasado. Fue cogiendo velocidad y al cabo de unos segundos los edificios desfilaron a sus costados con rapidez. La barcaza fue ascendiendo hasta sobrevolar a cuatro metros las cabezas sorprendidas de los transeúntes evitando así el inconveniente de tener que apartarlos.

Árgolat maravillado por el viaje tardó en darse cuenta de que el nivelante no tocaba para nada los mandos de la barcaza.

—No se preocupe, la barcaza misma se encarga de llevarnos a las coordenadas que le han sido programadas. Es más seguro viajar así que si tuviese que dirigirla yo.

Árgolat lo aceptó con ciertas reservas.

Tras unos giros de la barcaza en uno y otro sentido, el vehículo empezó a frenar su marcha. Se paró al fin frente a unos edificios en construcción en las afueras de la ciudad. El Deat Basar ajustó unos mandos y por una pantalla empezaron a salir varios datos que leyó con atención. Cuando la pantalla se volvió gris el nivelante levantó la cabeza y miró al exterior buscando algo. Al fin fijó la vsta pero Árgolat no supo en qué. El nivelante le pidió que saliese de la barcaza. Árgolat se percató que el nivelante lo trataba con amabilidad, ni siquiera le ordenaba lo que tenía que hacer pese a lo cual él hacía lo que le indicaba. Tampoco dudaba que si hubiese intentado escapar el Basar le habría disparado con su fusil aunque fuera contra las órdenes de sus superiores.

Pedayat, seguido de Árgolat, anduvo hasta el lugar que le había interesado antes. Árgolat solo vio unos pilares de hormigón que eran el esqueleto de un futuro edificio. Había otros elementos propios de toda construcción pero nada que creyó pudiese interesar al nivelante.

Los rugidos de los motores de la barcaza le sorprendieron cuando ésta, sin piloto, emprendió el vuelo marchándose por donde habían venido. Estuvo tentado de preguntar al nivelante por qué se habían detenido en ese sitio pero se contuvo al recibir la respuesta aunque no de boca del nivelante.

Ante ellos, entre dos columnas de hormigón comenzó a formarse una oscuridad que pretendía rivalizar con el creciente ocaso del sol. En unos segundos la oscuridad se tornó en un negro profundo que hacía parecer gris el uniforme del nivelante. Árgolat por alguna razón inexplicable se sintió aterrado por aquella visión. Algunos pedazos de hormigón de los escombros cercanos saltaban atraídos por la oscuridad incluso desde un metro de distancia. Chocaban contra la superficie negra desapareciendo como si jamás hubiesen existido. En las zonas en que oscuridad y materia se unían ésta chisporroteaba produciendo un leve silbido, desintegrándose. A lo alto, en los tres metros superiores, millones de leves chispas delataban un viento que transportaba partículas de polvo y embellecían la imagen del conjunto.

Árgolat dio unos pasos hacia atrás medio embelesado medio aterrado. El nivelante lo agarró por la muñeca y le atrajo hacia la oscuridad.

—No tiene por qué asustarse —le dijo—, no es más que una puerta dimensional solo que más pequeña que el resto.

—No sabía que hiciesen tan pequeña —dijo Árgolat maravillado.

—Están en prueba —y al verle la cara aún más contraída por el miedo le calmó—. Pero funcionan igual que las grandes, y en teoría son más seguras.

—Me deja más tranquilo —ironizó Árgolat.

El Basar miró la oscuridad de la puerta, respiró con fuerza como si aún no estuviese acostumbrado.

—Entremos —dijo.

El nivelante echó a andar arrastrando del brazo a Árgolat que se resistía a seguirle. Éste vio como el cuerpo del Basar iba fundiéndose en la negrura de la puerta a la vez que quedaba maravillado por una aureola de fugaces descargas que rodeaban al Basar, iluminando la zona de contacto. El cuerpo ya había desaparecido y lo único visible del nivelante era su pie derecho, que acabó por entrar, y el brazo que sujetaba a Árgolat. Su mano contactó con la puerta, no sintió nada pero seguía resistiéndose. Fijó su vista en la negrura y se sintió atraído por ella pero era en un sentido más físico que mental. Cerró los ojos con firmeza como si así fuese a evitarlo y se dejó arrastrar a través de la puerta. Todo su cuerpo se fundió en la espesa oscuridad.

La puerta se fue diluyendo en la nada haciéndose transparente hasta desaparecer por completo. El único indicio que había quedado de la presencia de la puerta dimensional eran unos surcos vacíos tanto en el suelo como en la viga superior y los pilares. De los hombres no quedaba nada, solo silencio.

El sol se ocultó en el horizonte.

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