lunes, 14 de febrero de 2011

Capítulo II

Solania

El Emperador abrió la puerta. Llevaba una camisa dorada amplia que le dejaba las piernas a la vista. Se había remangado y las manos y los antebrazos estaban llenos de sangre. Su cara no reflejaba ningún sentimiento. Ni placer, ni dolor, ni entusiasmo, ni arrepentimiento. Nada en su rostro reflejaba lo que había tras aquella puerta.

Se acercó a una jofaina que había junto a una ventana y se lavó las manos muy despacio, mientras contemplaba el exterior del Palacio Imperial. Hacía un buen día, el cielo estaba azul, había unas pocas nubes, y nada presagiaba que fuese a estropearse. Abajo, en los jardines varios animales domésticos pacían en un mar de hierba roto por algún árbol ocasional de tronco delgado y escaso follaje. Vio pasear a algunos de sus familiares.

Una mujer joven se acercó a ofrecerle una toalla con la que secarse tras lo que se retiró a un rincón de la sala. El Emperador la miró unos instantes pero sin verla. Estaba tan acostumbrado a su presencia como a cualquiera de los muebles de la habitación y ya no le llamaba la atención. Ni tan siquiera su cuerpo cubierto apenas por una túnica larga le hacía reaccionar. La habitación apenas tenía muebles. Un espejo junto a la jofaina, un sillón de piel a su lado, un escritorio frente a la ventana y una estantería llena de libros. Había otra puerta en un lateral y junto a ella su Chambelán con la casulla de color granate propia de su cargo.

—¿Habéis acabado ya? —preguntó el Chambelán que había estado observándole desde que saliera de la habitación.

—Sí —le contestó el Emperador—, podéis dar las gracias a su familia y dadles lo que les corresponda.

—Así se hará, mi Señor.

Dos Soltarem entraron en la habitación, cuadrándose ante la puerta esperando instrucciones. El Emperador les miró con la mirada perdida..

—Qué quieren esos parásitos —preguntó el Emperador indicando con un gesto hacia fuera de la habitación, más allá de los Soltarem.

—Mi Señor —le contestó el Chambelán—, la Nobleza está algo inquieta por las últimas revueltas. Las Casas quieren más poder sobre sus territorios.

—¿Más poder? ¿Qué quieren, comérselos?

El Chambelán no dijo nada más. La ayudante, tras acercarse de nuevo, empezó a vestir al Emperador. Tanto la chaqueta, como los pantalones eran dorados con ligeros toques en blanco. Las botas eran un poco más oscuras pero también doradas.

—No debemos soliviantar a quienes algún día —dijo el Emperador sin ninguna expresividad— puede que nos tengan que limpiar la mierda. Hay que limpiar antes la suya —añadió.

Se ciñó por último una capa corta de color azul marino a los botones de sus hombreras y con un leve gesto de la mano despidió a su ayudante. Los Soltarem abrieron la puerta para que abandonase la habitación.

—Querido Cadenías —le dijo al Chambelán—, esta vida no es buena ni para ti, ni para mí, pero tú al menos tienes quien te quiere y te espera por las noches.

—Vuestro pueblo os quiere, me señor.

—Si por pueblo te refieres a esos bastardos aduladores que no paran de lamerme el culo para que les dé sus concesiones industriales y mineras, entonces te doy la razón. Si hablamos de los que están allí —y señaló hacia un lugar indeterminado más allá de lo que se veía por la ventana—, entonces su amor lo puedes medir por las veces que me han arrojado piedras, palos y otras cosas —recalcó esas dos últimas palabras—. Pero no hagamos esperar a la Nobleza.

El Emperador se dirigió hacia la puerta y los Soltarem apartándose la abrieron. El Chambelán fue tras él tras echar un último vistazo a la puerta de la habitación por donde saliera el Emperador hacía unos minutos.

En el pasillo que tomaron ambos, seguidos de cerca por los Guardias Imperiales, les esperaban cuatro mujeres que entraron en la habitación nada más abandonarla ellos. Llevaban sobre las manos unas telas de colores vivos y jarros pequeños con perfumes y aceites. El Chambelán les dirigió unas palabras antes de continuar andando junto al Emperador.

—¿Dónde está nuestro pequeño cabeza loca? —le preguntó el Emperador.

—Os aguarda en la sala de audiencias, mi señor. No quiere estar cerca de sus habitaciones cuando estáis... entretenido, mi señor.

—La sensibilidad personificada.

Tras recorrer varios pasillos engalanados y decorados con los más bellos tapices y las más lujosas alfombras, con esculturas y pinturas de variados estilos artísticos, llegaron al fin a una puerta de doble batiente de madera envejecida y tallada con bajorrelieves de motivos florales. Junto a ella esperaba un hombre con los hombros cargados y cuya mirada se perdía hacia lo alto, con una expresión en el rostro que hacía pensar que algo en su interior se estaba rompiendo.

—Buenos días —le saludó el Emperador con una cordialidad desmedida—, ¿se encuentra bien hoy? ¿Algún dolor de cabeza? ¿Necesita alguna medicina especial?

—No, mi señor —le respondió—. Los dolores han desaparecido. Los días de descanso me han venido bien.

—Muy bien, Bardec, no queremos que esa cabeza tenga problemas, ¿verdad Cadenías?

El Chambelán asintiendo les indicó a los Soltarem que abrieran las puertas. Mientras las abrían el Emperador se acercó al oído de Bardec.

—Céntrate en Rafá de Sartred —le susurró—. Quiero saber lo que quiere.

—Así lo haré, mi Señor —dijo Bardec inclinando la cabeza.

El Chambelán Cadenías entró primero en la sala de audiencias. Dentro, y a unos tres escalones por debajo esperaban una decena de los Nobles más influyentes del Imperio, cabezas visibles de otras tantas Casas Nobiliarias. Todos mostraron su respeto inclinando las cabezas durante el tiempo que el Emperador tardó en entrar. No había sitio donde sentarse por lo que todos permanecieron en pie, incluido el Emperador que arriba de los escalones podía ver a todos los congregados.

—El Emperador Neftá de Matred —anunció el Chambelán a los presentes.

Los Nobles alzaron sus rostros. El Emperador recorrió con una mirada desafiante a todos los presentes, haciendo inventario mental de los que se habían reunido y convocado aquella audiencia.

—Hablad —dijo el Emperador.

Un noble ataviado en blanco y negro se adelantó un paso hasta quedar por delante de los demás.

—Mi señor —dijo con una amplia sonrisa—, soy Belseqúa de Linearán. Os hemos solicitado audiencia por la situación extrema a la que han llegado nuestros Soltarem en algunos planetas.

—Por favor, explicaos.

—El número de rebeliones ha aumentado en los últimos meses. Ya no se trata solo de insultos y asaltos a los almacenes. Han entrado en algún Palacio, como en el mío propio, y lo han desvalijado por completo. Mis Soltarem hicieron lo que pudieron, pero no consiguieron detenerlos.

—¿Pérdidas humanas?

—Dos Soltarem básicos, mi señor.

—¿En los asaltantes?

—¿Mi señor?

—Cuántas bajas hubo entre los asaltantes Noble Belseqúa —dijo el Emperador sin ninguna entonación.

—Mi señor, no nos paramos a contarlos. Teníamos que defendernos.

—Ya veo.

—Mi señor —intervino otro Noble de edad avanzada—, soy Haderar de Linearán. Aun ahora mismo hay planetas donde se está combatiendo. No queremos hablar de bajas sino del problema.

—¡Ah! Entiendo —le dijo el Emperador—, el problema. ¿Y qué nuevo problema es ese que tenéis ahora y del que no hayamos hablado ya en las últimas veinte audiencias?

Un murmullo se extendió entre los Nobles. Parecía que no les gustaba el tono que estaba utilizando el Emperador. Éste levantó las cejas y miró hacia Rafá de Sartred esperando que interviniera.

—Mi señor —continuó sin embargo Haderar—, es el mismo problema y se va acrecentando con el tiempo, porque no se están poniendo los medios para solucionarlos.

—¿Qué medios propone, Noble Haderar?

—Necesitamos más Soltarem personales.

—Ya se han incrementado tres veces la dotación en el último año, y en las Academias —señaló el Emperador hacia lo alto—, no se crían Soltarem. Hay un descenso en las vocaciones y el reclutamiento se está complicando. Tampoco sé por qué —añadió sarcástico—. Quizás deberíamos tener todos más bastardos.

—El problema —intervino al fin Rafá—, no son los Soltarem, mi señor.

Los demás Nobles se hicieron a un lado mientras Rafá se adelantaba hasta quedar junto al primer escalón. El Emperador le miró con una leve sonrisa.

—Continuad, Noble Rafá.

—El problema son los militares, mi señor. No han parado de replegarse hacia los planetas bajo su control directo y amparándose en la existencia de los Soltarem. El Imperio ya no controla a su poder militar. Las rebeliones son competencia militar, nunca se debería haber dejado a nuestra guardia personal.

—El Emperador —enfatizó éste la palabra—, comanda al poder militar con la misma eficacia desde que lo es. Los militares protegen nuestros territorios de todo tipo de amenazas con una efectividad de sobra demostrada.

—Tras esas rebeliones —continuó Rafá—, se encuentra la casta de los Revolucionarios. Se han detectado presencias revolucionarias en el ochenta por ciento de las rebeliones e incluso hay mercenarios a sueldo suyo entrenando guerrillas en cientos de planetas que escapan a nuestro control.

—El problema no es de los militares, Noble Rafá. ¿Os habéis parado a pensar —y se dirigió al conjunto de la sala—, en qué se está haciendo mal para que existan las rebeliones?

Rafá fue a responderle pero el Emperador lo detuvo con un gesto.

—¿Cuántos están asfixiados con vuestros impuestos, cuántos explotados en vuestras industrias y minas, cuántos pierden toda esperanza? Señores Nobles, hace mucho tiempo que hemos perdido la visión de la realidad y ahora nos llega devuelta con creces.

—Tengáis razón o no —intervino Rafá de nuevo—, no es por ello menos cierto que ya han muerto los suficientes miembros de nuestra casta, sean Nobles, Soltarem o gentes de nuestra sangre como para soportar que los militares sigan de brazos cruzados.

—Pretendéis, pues, que los militares intervengan en nuestro favor y eliminen todo atisbo de rebelión.

—Los militares —argumentó Rafá—deben intervenir en nuestro favor y necesitamos una muestra de su adhesión a nuestra casta. Una demostración que certifique que siguen siendo nuestro brazo ejecutivo y que obedecerán cuanto se les pida, cuando se les pida. Lo cual por otro lado haría que los militares comulgaran con nuestra idea de la paz.

—Interesante ironía —dijo el Emperador—. No es la primera vez que se lucha por la paz con una guerra. Nunca dio buen resultado. ¿Han pensado los Nobles aquí presentes en que el efecto deseado puedes ser justo el contrario?

Otro murmullo creció unos instantes en la sala de audiencias.

—Los militares —continuó el Emperador—, están cada día más desligados de lo que una vez fue la casta Imperial y quieren adquirir una identidad propia. No me gustaría que se me recordarse por ser el responsable de la escisión definitiva.

—La escisión es ya un hecho —dijo Rafá—. Los militares dominan sus territorios y han desplazado todo rastro de presencia nobiliaria.

—¿Y tienen las mismas rebeliones que nuestros planetas?

—El hermetismo con el que se rigen hace difícil saberlo.

—Puedo garantizarle que ni la mitad de lo que sucede en los nuestros.

—Una prueba más de que deben intervenir en nuestra ayuda.

El Emperador escrutó la cara indescifrable de Rafá de Sartred. Sabía que ambos tenían razón. La situación a la que habían llegado tras decenios de decadencia no podía ser otra. Ahora debían pagar las consecuencias.

—Qué pretende la Nobleza —preguntó a Rafá.

—Ya que las rebeliones han sido alentadas por los revolucionarios, queremos que se intervenga militarmente en los principales planetas de la casta y allá donde sepamos que existan campos de entrenamiento para las guerrillas rebeldes.

—De cuántos planetas hablamos.

—No más de cien.

—No más de cien —repitió el Emperador.

La sala quedó en completo silencio mientras el Emperador paseaba sumido en sus pensamientos. Miró hacia su Chambelán, pero éste junto a su guardia personal, estaban al pie de las puertas sumido en sus propias meditaciones.

—Los militares necesitarán movilizar más de diez millones de personas y todo el equipo necesario para una invasión así. El coste de la operación deberá ser sufragado por la Nobleza, el Imperio no se hará cargo de nada.

—Los fondos están disponibles.

—Ya veo —añadió el Emperador—. No parece que les preocupe que se comience una guerra de facto. Las consecuencias pueden ser impredecibles. Otras castas como los nivelantes y los colonos mostrarán su malestar por tal ofensiva. Habrá un recrudecimiento de las hostilidades.

—Los militares nos deben lealtad y deben demostrarla de ese modo.

—Así se hará, entonces. Convocad al Comandante en Jefe de los Militares —se dirigió al Chambelán—, para una reunión urgente. Pero sabed —añadió hacia los Nobles—, que el Emperador no está de acuerdo con esta decisión. Se avecinan tiempos complicados y difíciles para nuestra casta.

De entre los Nobles se alzó otra voz.

—¿Qué hay del Amuleto de los Dioses? —dijo.

—¿Amuleto? —dijo el Emperador mirando a quién había dicho aquello.

—Un poder nuevo ha surgido en el Universo —dijo aquel noble abriéndose paso entre los demás.

—El Noble Sariedec se refiere a lo que los Sacros llaman Heraldo de los Dioses —explicó Rafá dirigiéndose al Noble que se acercaba.

—Hemos sabido —dijo Sariedec, un hombre de aspecto avejentado—que los militares han preparado una serie de acciones encubiertas con objeto de conseguir el llamado Amuleto de los Dioses.

—¿Alguien podría explicar qué es ese Amuleto?

—No se sabe muy bien —dijo Rafá—, pero al parecer los militares creen que es un arma muy poderosa. Los Sacros lo consideran un instrumento de los Dioses para traernos un nuevo ciclo de convivencia y paz, una nueva edad de oro para la humanidad. Lo cierto es que hay mucha gente que lo cree y eso debería bastarnos para pensar qué hacemos al respecto.

—El Amuleto —continuó Sariedec— es la esperanza de millones de personas que creen que los Dioses existen. Su Heraldo vendrá a nosotros y nos traerá una era de bienestar donde los humanos volveremos a ser uno con los Dioses.

—¿Cómo es que no he oído nada antes? —preguntó el Emperador mirando de soslayo al Chambelán, que se encogió de hombros.

—Mi señor —dijo Rafá—, es algo que se ha ido difundiendo en círculos muy reducidos entre el pueblo. Solo nos han llegado rumores muy atenuados sobre ello y desde hace muy poco.

—¿Y qué hay de los militares?

—Al parecer conocen su existencia desde hace mucho tiempo. No hay duda de que es real, si no, no habrían puesto tanto empeño. De hecho hemos sabido que su portador es un hombre corriente, Éldor Nebuzardán, que por lo visto es un simple vagabundo.

—Los militares están a punto de capturarlo —intervino Sariedec— si no lo han hecho ya.

—¿Qué ganan los militares teniendo ese Amuleto?

—No lo sabemos —dijo Rafá.

—Es posible que sea un arma —dijo Sariedec—, pero lo más importante es lo que su posesión puede implicar. Podemos encontrarnos con algo que nos pone en contacto directo con los Dioses, con lo que ello implica. Los creyentes han aumentado desde que se sabe de la existencia de ese Amuleto y los Sacros aún no han sabido reaccionar. Vuestro propio sacerdote, mi señor, está más preocupado en quién llenará su cama esta semana que en cualquier cosa referente al Heraldo.

—Hace tiempo que el Imperio —dijo el Emperador—volvió la espalda a los Dioses. Más o menos desde que los Dioses dieron la espalda al Imperio —añadió con sarcasmo—. Mi sacerdote hace tiempo que dejó de lado sus funciones, cualesquiera que fuesen, para ser otro parásito más del Palacio.

—Nuestro temor, mi señor, es que el pueblo apoye a aquellos que posean ese Amuleto, pues pondrán en él todas sus creencias y sus esperanzas. Quién sabe si no seguirían un estandarte izado por el Amuleto o a quien lo porte.

—Ese Éldor Nebuzardán, ¿podemos anticiparnos y capturarlo?

—Estamos intentando saber su paradero —dijo Rafá—, pero nuestros contactos con los militares más fieles no están siendo fructíferos. De todas formas si los militares aún no han podido capturarlo, es posible que para nosotros sea más complicado aún.

—Aunque me apene que no hayáis confiado en mí para informarme de ese Amuleto, no estoy tan ciego como para no ver que estamos ante una oportunidad única de congraciarnos con nuestras gentes. Si conseguimos el Amuleto y se lo damos, los tendremos bebiendo de nuestra mano.

—No ha entendido el verdadero significado de ese Amuleto, mi señor —dijo Siaredec—. Es más que algo con lo que distraer al pueblo. Es mucho más. Algo poderoso, y que quizá esté por encima de nosotros.

—Por encima del Imperio no hay nada. Si logramos hacernos con el Amuleto lo haremos más poderoso si cabe. Haremos que la gente lo adore y a mí con él. Es lo que necesitamos para restablecer un Imperio fuerte. En cuanto dé la orden de invasión de los planetas de la casta de los revolucionarios, vamos a tener en contra a mucha gente. No me cabe la menor duda de que los colonos harán oír su voz. Entonces sí tendremos problemas. Necesitamos tener algo de nuestro lado que cuente con apoyo popular.

Hizo una pausa para que los nobles asimilaran sus palabras.

—Nuestras Casas necesitan hermanarse —continuó—. Hemos tenido nuestras diferencias pero debemos colaborar para lograr un Imperio firme. Mi herencia como sabéis no está garantizada y no descarto que otra casa ocupe el trono a mi muerte.

—Mi señor, no sé por qué decís eso ahora —dijo Rafá—. La sucesión no es nuestro problema más urgente. Aún sois joven y podéis desposaros. En mi propia familia contáis con tres candidatas. Solo tenéis que elegir.

—Sí, desde luego —y agitando la mano para alejar la idea cambió de tema—. La audiencia ha terminado por hoy. Sabed que se hará el ataque a los revolucionarios y que pondremos nuestro empeño en hacernos con el Amuleto de los Dioses. Marchad y callad lo que aquí se ha hablado bajo pena de muerte por traición.

Con gruñidos de desacuerdo, los Nobles fueron saliendo por las puertas opuestas a las que había usado el Emperador para entrar. Sariedec y Rafá abandonaron la sala hablando entre ellos y bajo la atenta mirada del Emperador. Una vez los vio salir a todos, indicó al Chambelán que hiciera pasar a Bardec. Éste entró con un caminar lento y desconfiado.

—Convoca al Jefe del Poder Militar para dentro de una hora —le dijo al Chambelán en voz baja—. Y tráeme a nuestro mercenario. Me parece que tendremos un trabajo para él.

El Chambelán se apartó del Emperador a la vez que Bardec se acercaba. Susurró unas palabras a un pequeño comunicador que llevaba en su mano izquierda tras lo que se quedó observando junto a la pared..

—¿Cuál es el interés real de Rafá? —le preguntó el Emperador a Bardec, cuando estuvo a su lado.

—Mi señor —le contestó Bardec indeciso—, es sincero.

—¿En qué?

—Todo lo que ha dicho. No hay ninguna intención oculta en sus palabras. El ataque a los revolucionarios se ha gestado entre todas las casas. No hay nadie que haya liderado la petición. Es algo que desean todas porque están preocupados por su propia subsistencia. Están tan preocupados por ello, que minimizan las consecuencias posibles. Solo no ha sido sincero una vez, cuando le ha ofrecido sus tres parientes para matrimonio En su cabeza pensaba más en cómo librarse de esas parientes que en emparentar con el Imperio.

—¿No ambiciona el trono?

—Va más allá. La idea de aparecer como el salvador de la humanidad le atrae más. Es un megalómano.

—Y por tanto peligroso. Al menos si quisiera mi trono, sabría a qué atenerme. ¿Y el Amuleto?

—Está muy interesado en encontrar el Amuleto y está de acuerdo con usted en que es perfecto para solventar los problemas del Imperio si se emplea de modo adecuado.

—¿Ha ocultado alguna información?

—No lo creo.

—¿Qué hay de Éldor Nebuzardán?

—Sabe algo más y puede que, por alguna razón, haya tenido relación con él. Parece que tuvo la posibilidad de hacerse con el Amuleto, o quizá fuese alguien que conoce. Era demasiado impreciso. No pude verlo con claridad.

—¿Dónde se encuentra Éldor?

—Lo han capturado —dijo Bardec con voz temblorosa.

—¿Quién, los militares?

—No —le contestó y se detuvo un instante como buscando entre sus recuerdos. Lágrimas de temor aparecieron en sus ojos—. Hay otros...

—¿Qué otros?

—Otros... como yo. Los mentalistas se lo han llevado —contestó al fin mirándole.

Bardec se arrodilló llevándose las manos a la cabeza. No hacía ningún esfuerzo, pero el sudor empezó a correrle por la frente y el cuello.

—No puedo contactar con ellos. Tienen una barrera impenetrable que les protege. Si insisto —miró con ojos vidriosos al Emperador—, me descubrirán.

—Dime un planeta, Bardec.

Cerró los ojos y se limpió el sudor con una manga. El Emperador se echó hacia atrás impresionado por el esfuerzo del mentalista. El Chambelán observaba la escena desde unos metros impasible.

—Cándalo —dijo.

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