lunes, 21 de febrero de 2011

Capítulo IV

Salás 141E-N231-3-2J6

En el Templo solo había diez fieles. Estaban arrodillados en las esteras situadas más al fondo por lo que toda la parte delantera, cercana al altar, estaba vacía. Las lámparas que colgaban de los arcos de las bóvedas iluminaban las zonas donde la luz de los ventanales en lo alto no llegaba. Los pilares, alineados a ambos lados, daban pálidas sombras a unas paredes grises desprovistas de cualquier ornamento.

La ceremonia transcurrió con lentitud y la voz del Sumo Pontífice languideció acompañada por los ecos que producían los altavoces en la gran nave central. Levantó las manos invocando una oración a los Tres Dioses mientras a su lado dos Sacros Mayores le sostenían los Libros Sagrados que iba leyendo.

Los fieles se marcharon tras escuchar las palabras de despedida que daban por finalizado el Santo Ritual. El Sumo Pontífice les siguió con la mirada hasta que cerraron las puertas tras ellos con un estruendo que resonó durante unos segundos entre aquellas columnas y paredes. Con paso resignado se dirigió hacia la parte de atrás del altar donde se encontraba la sacristía.

Los Sacros Mayores le acompañaron y una vez allí le ayudaron a desvestirse retirándole los amplios y lujosos mantos que le cubrían, para doblarlos con la debida ceremonia y guardarlos en los armarios adecuados. Bajo sus ropas llevaba una ligera túnica de algodón de color verde con adornos bordados rojos y dorados, ceñida con un cinturón también verde. Tras cubrirse la cabeza con un bonete del mismo color que había recogido de un cajón del escritorio ayudó a su vez a los Sacros Mayores a cambiarse para ponerse ropajes más cómodos.

—¿Va a seguir oficiando todos los días, Santidad?

—Marcabat —le contestó el Sumo Pontífice—, el Rito para los fieles es una tradición de siglos. No podemos limitarnos a hacer los Santos Ritos para nuestros Sacros porque no haya los suficientes feligreses.

—Por supuesto, Santidad.

—Nuestros Sacros han comenzado su labor apostólica por todo el Universo difundiendo la palabra de Mohadá-Josás. La tradición nos demuestra que es más fuerte la palabra de los Tres Dioses que la carne. Si nosotros flaqueamos, ¿qué favor les estamos haciendo a esos nuevos apóstoles?

Los tres salieron por la puerta de la sacristía hacia un pasillo que rodeaba el Templo siguiendo su contorno. El suelo de mármol estaba muy desgastado en el centro y hacía muchos años que había perdido su brillo inicial. Las uniones de las losas estaban redondeadas y dejaban ver parte del cemento de unión. Las paredes de granito carecían de ventanas y la iluminación repartida a intervalos regulares producía sombras que danzaban según avanzaban.

—El Heraldo de los Dioses es otro de los motivos que tenemos para incrementar nuestros esfuerzos en predicar —añadió el Sumo Pontífice—. Es una oportunidad que se nos ha brindado y como tal la debemos aprovechar.

—¿Cómo podemos usarlo en nuestro beneficio —preguntó Marcabat—, si ni siquiera sabemos si es real?

—Precisamente. Que exista o no, no debe importarnos. Su presencia se deja sentir en muchos planetas y está empezando a influir en mucha gente. Creo que somos nosotros, nuestros apóstoles, los que debemos estar ahí para encauzar esos sentimientos.

—La respuesta de los fieles —intervino el Sacro Mayor que aún no había hablado— es positiva, aunque aquí aún no lo veamos. Estamos recibiendo noticias desde muchos planetas donde la gente quiere saber sobre el Heraldo y lo que representa.

—Les estamos mintiendo —señaló Marcabat.

—No mentimos —dijo el Sumo Pontífice—. Los Tres Dioses siempre han estado con nosotros. Su venida es constante y llega a nuestro interior cada vez que oficiamos el Santo Ritual. La llegada de este Heraldo nos certifica que sigue sucediendo día a día.

—Pero no puede proceder de los Dioses. Nosotros lo sabríamos.

—Los Tres Dioses actúan de formas extrañas y se nos manifiestan de diversas maneras. No podemos pretender entender todo lo que hacen.

—Si existe y al final demuestra ser falso, puede perjudicar a toda la casta, Santidad.

—Marcabat —le dijo el Sumo Pontífice mientras entraban a uno de los edificios de viviendas—, acompáñame a mi oficina. Tú también Odime. Quiero mostraros algo.

Tras subir unas escaleras, anduvieron por pasillos de madera tallada hasta entrar en la oficina pontificia, situada en el piso superior del Templo. Era de techos bajos y estrecha pero su longitud lo compensaba con creces. Al fondo había un escritorio y tras él un gran ventanal desde donde se veía la ciudad donde se encontraban y un pequeño parque situado justo a sus pies, a la entrada del Templo, era la única zona verde que se veía hasta donde alcanzaba la vista.

El Sumo Pontífice corrió una cortina evitando que entrase el sol del atardecer y dejando la sala en penumbra, invitándoles a sentarse en unos cómodos sillones de piel ya envejecida por los años.

—Quiero que veáis una cosa. Es una grabación de esta mañana. No digáis nada hasta que acabe porque podéis perderos algo de lo que dice.

Ambos Sacros Mayores intrigados prestaron atención a la imagen que salió del proyector situado sobre la mesa de la oficina.

Aquella imagen, que tras fluctuar unos instantes se estabilizó, quedaba muy lejos de lo que esperaban ver ambos. Era la imagen de medio cuerpo de una mujer. Unas finas arrugas le surcaban el rostro de piel morena, pero sus ojos de un marrón profundo decían que era más joven de lo que aparentaba. Tenía el pelo largo, pero la parte derecha lo llevaba recogido por una trenza que colgaba hasta su hombro izquierdo y el resto caía suelto hacia la espalda excepto por un mechón que le cubría en parte el ojo izquierdo. De la oreja derecha pendía un gran aro dorado mientras la opuesta quedaba oculta por el pelo moreno y lacio. Vestía una chaqueta marrón sobre una camisa gris claro, ambas gastadas por el uso. Eran de origen militar pero sobre las hombreras y alrededor del cuello llevaba tiras de cuero, auténticas a la vista, y rabos peludos, negros y blancos, de pequeños animales. Sin embargo no llevaba ninguna insignia reconocible.

La mujer miró hacia un lado y después hacia abajo. Movió los ojos como si estuviese leyendo lo que tenía que decir y por fin alzó la vista. Los ojos le brillaban reflejando alguna luz intensa que tendría delante pero ni una vez parpadeó por su causa. Parecía mirar a los ojos de los Sacros Mayores.

—Santidad —dijo desde un altavoz situado en alguna parte de la mesa—, mi nombre es Siaga Mizahab y soy lugarteniente del Jefe de los Mercenarios. Él no ha podido enviarle el presente informe, como hubiese deseado hacer, por encontrarse realizando una misión que le tiene por completo acaparado. Espero hacerlo tan bien como pudiera hacerlo él.

Marcabat se removió en su asiento, pero la mercenaria ausente de lo que pudiera pasar en aquella sala continuó hablando, deteniéndose solo de vez en cuando para tomar aliento. Bajó los ojos unos segundos y continuó como si estuviese recitando un texto.

—Hace unas dos horas ha concluido la reunión a la que nos convocó el Emperador con carácter de urgencia. No es la primera vez que usa nuestros servicios, aunque sí con tanta urgencia.

“Por lo que sabemos, el Emperador ha tenido una reunión con sus Nobles Imperiales poco antes de que yo llegase, y al parecer, no ha acabado muy bien y hay rumores de que algo muy grave ha salido de allí.

“El Emperador entró con cara de preocupación y habló antes con su Chambelán. No pude oír la conversación que mantuvieron pero sentí la tensión que soportaba el Emperador.

"—Usted debe ser Siaga Mizahab—me dijo al fin, contesté que sí y continuó diciendo—: Quiero que a partir de este momento investiguen cuanta información puedan recabar acerca de algo llamado Amuleto de los Dioses. También quiero que me traigan a un tal Éldor Nebuzardán. Según mis fuentes está en Cándalo. Tengan cuidado porque está custodiado por gente muy peligrosa. Hagan lo que les pido y serán recompensados más que generosamente.

"Como usted sabrá Santidad, nuestros servicios no son baratos —Marcabat miró al otro Sacro Mayor y al Sumo Pontífice pero éstos seguían mirando la grabación sin inmutarse—, y el precio que le di fue especialmente caro. Además de la tarifa en efectivo le pedí como condición para cumplir su petición que liberase a unos mercenarios que mantienen encarcelados en uno de sus planetas prisión, Adelea. Aun así el Emperador aceptó y dijo entonces que en un plazo de tres días recibiríamos un comunicado donde se nos especificaría lo referente a su liberación. Con eso dio por terminada la reunión.

"La orden me cogió de sorpresa pues esperaba algún encargo más. También me hubiese gustado preguntar algo sobre la reunión con los Nobles pero el Chambelán me acompañó a la salida. Mientras salía del Palacio, pude ver a varios Comandantes Militares. Desconozco qué hacían allí y si ya se habían entrevistado con el Emperador, pero se les veía bastante alterados e inquietos. Aunque intenté sonsacar al Chambelán, no pude sacarle nada.

"Si nos atenemos a lo que vi, el Emperador y los Nobles parecen no estar muy al tanto de lo que ocurre con el Amuleto. Otras castas, militares y nivelantes, por ejemplo, saben más sobre el tema, Santidad. Ese desconocimiento es el que les ha llevado a contratarnos. Es posible que no supieran de su existencia hasta hace poco o quizá el Emperador se ha enterado por los Nobles en esa reunión. O bien han estado esperando hasta hoy para entrar en acción. Me parece poco probable esta última opción ya que nos habrían llamado antes o ni siquiera nos habrían llamado.

"En cuanto a lo que se refiere al Amuleto, todo indica que lo tiene Éldor. No obstante nos han llegado ciertas informaciones que apuntan a que ha entrado un nuevo peón en el juego: Árgolat, el hermano de Éldor. No sabemos con seguridad si el Amuleto ha pasado a sus manos. Tendremos que investigarlo.

"Para acabar el informe le formulamos unas preguntas sin cuyas respuestas no podemos continuar. Usted, Santidad, es nuestro primer cliente y tiene prioridad, por así decirlo, por lo que debemos saber si le parece bien que trabajemos para el Emperador. Tampoco es que necesitemos su aprobación, Santidad, pero creemos que es mejor contar con ella. Por último, en vista de lo que rodea a todo el asunto del Amuleto ¿no sería preferible que actuásemos y tratásemos de conseguir el Amuleto para usted?

"Esperamos su respuesta. Gracias por haberme escuchado.

La imagen flotante de la mercenaria vibró, empezó a distorsionarse haciendo indefinible su contorno, hasta que con un zumbido seco y breve desapareció. La sala continuó en penumbra durante unos instantes hasta que el Sumo Pontífice abrió las cortinas para dejar pasar la luz de nuevo.

Marcabat continuó mirando el vacío que había dejado la imagen unos segundos, con las cejas alzadas y la boca entreabierta.

—Santidad —dijo al fin—, ¿qué significa lo que acabamos de ver? ¿Ha actuado a espaldas del Concilio Mayor?

—Es lo que veis —dijo el Sumo Pontífice clavando su mirada desafiante en Marcabat—. Debemos estar informados de lo que atañe al Heraldo de los Dioses si queremos movernos en el universo actual.

—¿De que forma?

—Por ahora escuchando y observando, más tarde, ¿quién sabe? Los mercenarios son los oídos y ojos que necesitamos. Nuestro apostolado no puede detenerse a investigar lo que ocurre en ciertos ámbitos. Tienen su sagrada tarea y no deben desviarse de ella. Los mercenarios nos hacen ese trabajo por una cantidad moderada.

—¿Moderada? Ese hombre dijo que le pagáis mucho más de lo que le había ofrecido el Emperador por los mismos servicios, Santidad.

—No —El Sumo Pontífice hizo como si no hubiese oído el giro grosero de su título pronunciado por el Sacro Mayor. —Pensad que ese dinero servirá para que algún día los Tres Dioses Inmortales habiten una vez más entre nosotros como lo hicieron antaño, cuando el Universo giraba en torno a ellos.

—Advierto ambición —dijo Marcabat—en vuestras palabras.

—Sí, ambición. Pero qué ambición —dijo mirando a los ojos de Marcabat—, imagina el fin último de esa ambición. Imagina el Templo repleto. Imagina todos nuestros templos, en más planetas de los que puedas imaginar, repletos.

Marcabat no satisfecho por las respuestas de su superior agitó la cabeza.

—Veo que lo tenéis todo decidido —dijo.

—No he sabido de la importancia real de ese Amuleto hasta que no he recibido las noticias de que otras castas están intentando hacerse con él. Por eso es fundamental la información de los marginados.

—No veo a dónde quiere llegar, Santidad —sonrió Marcabat.

—Debemos poseer ese Amuleto —dijo Odime que había permanecido callado escuchando a ambos—. Si queremos recuperar nuestro puesto en el Universo debemos hacernos con ese Amuleto.

—Ese informe es de hace unas horas —dijo el Sumo Pontífice asintiendo—. Quizá mañana recibiré otro. Habéis oído que al menos las castas militares y nivelantes van detrás de él. Ellos han visto en el Amuleto una fuente de poder sobre las personas, una forma de controlarlos. Proceda de los Dioses o no, su poder reside en la forma que tiene de penetrar en las mentes de la gente. Les da esperanzas en un Universo que les ha abandonado.

—Insisto: no sabemos de dónde procede —dijo Marcabat—, y ni siquiera sabemos qué es.

—Los mercenarios me informan sobre todo de dónde se encuentra en cada momento pero nunca han visto nada que pueda asegurar la autenticidad del Amuleto.

—¿Qué espera, un milagro? —preguntó Marcabat.

—Podría ser. —El Sumo Pontífice miró al techo de su oficina con un gesto que Marcabat hubiese definido como esperanzado—. No obstante si no tenemos la certeza de que venga de los Dioses no debemos actuar como si lo fuera. Los mercenarios —continuó— llevan informándome desde hace siete meses, desde que celebramos el Concilio Sagrado. Fue cuando me enteré de su importancia. Creo que actué bien ante los ojos de los Dioses. Si he decidido poneros al corriente de mis investigaciones ha sido porque a partir de ahora debemos permanecer unidos y hacer un frente común en el Concilio. Yo no puedo hacerlo solo, podría haber convencido a muchos Sacros Menores pero otros muchos preferirían escuchar a los Mayores. Necesito de vosotros para cumplir el Tercer Mandamiento.

Los sacros se miraron nerviosos. Por primera vez su Santidad el Sumo Pontífice Siba Guesur reconocía que su puesto se debía a los Sacros Mayores. Ellos eran los que gobernaban el devenir de su casta. El Sumo Pontífice era una cabeza, pero sabían que una cabeza sin cuerpo es como una mesa sin patas: no puede sostenerse sola.

—¿Por qué no nos habló de ello? —dijo Marcabat señalando al vacío dejado por la imagen—, ¿por qué no lo hizo antes?

—Porque entonces no me habríais permitido tal acción. Ahora el Heraldo ha sido lo que todos necesitábamos como aliciente.

—¿Cree que ahora dejaremos que continúe, Santidad?

—Sí —y la tajante afirmación sorprendió a Marcabat dejándole sin habla. Los sacros permanecieron en silencio unos momentos—. No podemos retroceder ahora —continuó el Sumo Pontífice—. La labor apostólica debe llegar a todos los rincones. Las vocaciones deben crecer de nuevo tras años de sequía. Nuestras obras en el Universo deben empezar a ser valoradas. De ahí a volver a dónde estábamos hace unos siglos solo hay un paso.

La puerta de la oficina se abrió y un sacro vistiendo una camisa ligera y unos pantalones sueltos asomó la cabeza solicitando permiso para entrar. No llevaba ninguna clase de adorno y solo en sus sandalias se distinguía el brillo de un objeto metálico. Cerró la puerta a su espalda y se acercó al Sumo Pontífice dando grandes pasos nerviosos. Juntó las palmas de las manos y se las llevó a la frente.

—Santidad, ¿podría hablar con usted a solas?

El Sumo Pontífice levantó una mano.

—Habla libremente —dijo.

—Santidad, hemos recibido una transmisión desde una órbita cercana solicitando una audiencia con su Santidad.

—¿Habéis detectado de dónde procede?

—Hemos rastreado la señal hasta su origen Santidad y hemos encontrado una nave orbitando en torno al planeta. No pertenece a ningún diseño conocido, ni nivelante, ni militar, ni colonial, y es al menos cien veces más grande que cualquiera de sus naves. No puedo decirle el tiempo que llevan ahí, Santidad, pero por su tamaño deberíamos haberla detectado antes. Es más, creemos que es imposible que haya entrado por la puerta orbital.

— ¿Sabéis quién puede ser?

—No señor —respondió el sacro—, pero uno de los controladores sugirió un nombre.

—¿Cuál?

—Vigilantes, Santidad.

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